Transformación histórica, acelerada y estelar que da cuenta de los irrefutables beneficios que reportó la renta petrolera, el país se hizo predominantemente urbano a partir de la década de los cincuenta. Viejas y nuevas ciudades sintetizaron el obligado tránsito del siglo XX, no otro que el de una modernización que había tardado en la Venezuela que, apenas, pocos lustros atrás, consolidó el Estado Nacional y, otros más tarde, se entendió en una democracia representativa que rompió los muchos años de guerras y escaramuzas civiles. Empero, el panorama es muy distinto con la nueva centuria.
Metropolitanizado el deterioro, nuestras grandes conglomeraciones ejemplifican la indiferencia e indolencia de un gobierno, el mismo en casi dieciocho años del XXI, cuyo afán centralizador ha ahorcado los niveles de bienestar que, evidentemente, alguna vez fueron muy superiores. Faltando una mejor denominación, no pretendemos el empleo despectivo del término “rural”, excepto que hagamos mención de los males que nos aquejaron en la Venezuela dispersa y desarticulada, sin los servicios básicos de salud, energía, transporte, información, seguridad, empleo, cultura, comercio, comunicaciones que, entre otros, remedió o ayudó a remediar la integración urbana, aunque trajo otros y graves problemas como el hacinamiento, la contaminación, la radicalización de las desigualdades o el desarrollo de una cultura implícita o explícitamente ecocida.
Inferimos, por lo menos, frente a lo “urbano”, que esa “ruralidad” no es tal en la medida que, aventajada por una abundante naturaleza, por apartadas que se ecuentren las poblaciones, éstas están integradas por las más recientes tecnologías de la comunicación, satisfechas por los servicios dispensados, aunque las actividades agripecuaria e, incluso, industriales, sean decisivas en la clasifcación. Y el vocablo adquiere una significación negativa, en el caso de las urbes nominales que padecen los males que una vez dijimos superar.
Las ciudades venezolanas ofrecen una suerte de jolgorio de la precariedad y, resumiendo la crisis que padecemos, lucen afantasmadas: desintegradoras, cada quien vela por su vida al rifarla cada día, en espacios de viejas pavimentaciones concertadas por edificios en ruinas de indispuestos ascensores, desalumbrados y cada vez más sucios, reacios a las actividades comunes (culturales, recreativas o deportivas), rehenes del comercio ilegal en los más variados rubros, harto ruidosos, deseñalizados, nada higiénicos. Agreguemos, por una parte, que la libertad de cultivar los frutos que se deseen en el medio familiar y comunitario, nada rentable cuando existen mecanismos de una eficaz distribución y aprovisionamiento de alimentos, se convierte en un signo de la más penosa supervivencia que el régimen desurbanizador – deseando consagrarla – pretende solventar a través de la llamada “agricultura urbana”, aspirándola de gran escala para ocultar sus rotundos fracasos ecoómicos; por otra, el desarrollo habitacional oficialmente propulsado, es de una fragilidad realmente explosiva, al consruir sendos inmuebles de dudosa consistencia en áreas en las que no puede garantizar los servicios mínimos, ya colapsados; y, finalmente, convertidas las plazas públicas en lugar de desencuentros, por la inseguridad personal, los centros comerciales tan golpeados económicamente, ya no ofrecen ocasiones para la coincidencia.
Gracias a la literatura, podemos imaginar un poco más las ciudades cubanas que, al maldecir la actividad comercial independiente, por ejemplo, trenzan las viejas casas y edificios a una completa soledad, pues, toda congregación constituye una amenaza política: calles nostálgicas del tránsito automotor de medio siglo atrás, bodegas tan clandestinas como la crianza de animales para el consumo familiar, puntuales faenas deportivas, abanicadas sobradamente por la publicidad gubernamental. Sospechamos, de proseguir en Venezuela la consabida situación, nos orientamos a algo similar, muy luego ocupados los actuales centros comerciales por la burocracia e, inútiles, con autopistas que dan paso a las más variadas edificaciones que ella decida, en el caso que no clame por los complejos hidropónicos que resultaron un monumental fracaso.
DC / Luis Barragán / Diputado AN / @LuisBarraganJ