La más somera revisión de la vieja prensa, nos permite constatar cuán sensible se mostraba la opinión pública en relación a la criminalidad en nuestro país, como ahora muy difícilmente puede hacerlo. Naturalmente, hacia finales del siglo pasado, las casi cinco mil muertes violentas alcanzadas, una cifra por entonces inédita que ayudaba a fustigar al tal puntofijismo como causante de todos nuestros males, generaba una inmensa conmoción, aunque el gobierno no permite la más ligera protesta por las 25 mil que hoy padecemos.
Los operativos policiales de décadas atrás, como el famoso Plan Unión, suscitaba una enorme polémica y, más de las veces, el asunto pasaba al predio parlamentario, forzando – incluso – importantes correcciones. Operativos que parecen una nimiedad al compararse con la consabida OLP, cuyas oscuridades se sienten, pero realmente se desconocen por obra de la (auto) censura, el bloqueo informativo y la propia desinstitucionalización del Estado venezolano.
Fenómeno desconocido en la nueva centuria, yendo más allá de las páginas de sucesos, en sí mismas una fuente libre, respetada y considerada, los especialistas opinaban con frecuencia para – así – no sólo desafiar a las autoridades competentes, sino darle la debida sobriedad, profundidad y coherencia al debate. Concurrían criminólogos y criminalistas, jueces de instrucción e instancia, magistrados y parlamentarios, cuyos nombres resultaban familiares en la vida cotidiana (por ejemplo, Rosa del Olmo, Lolita Aniyar, Elio Gómez Grillo, Fermín Mármol León, Juan Manuel Mayorca, Juan Martín Echevarría, el juez Ríobueno o Meléndez Hurtado): se sabían quiénes eran las más importantes autoridades policiales, los jueces que llevaban los casos más sonados y el ministro de Justicia, obligados a responder a los medios y a acudir al Congreso de la República, además, en el caso de un urgente requerimiento.
Nos parece importante apuntar y contrastar aquellas circunstancias con las de un presente asfixiante, porque permite evidenciar que un ejercicio democrático básico, libre y responsable, hubiese impedido que el hampa nos desbordara, como – en efecto – ocurre. Peor aún, huérfano de controles, la dirección del Estado tiende a degenerar, convirtiéndose en cómplice y asociado de las mafias que finalmente logran controlarla.
La transición democrática no acabará automáticamente con el delito, pero – sin dudas – contribuirá a minimizarlo. Comenzando por la libertad de demandar soluciones, fijar responsabilidades y adelantar una política pública con el decidido concurso de los profesionales expertos.
DC / Luis Barragán / Diputado AN / @LuisBarraganJ