Históricamente definida en Venezuela, la etapa saudí estuvo varias veces caracterizada por una incontrolable bonanza petrolera, un desbordado endeudamiento y una sórdida corrupción, con sus caras: la más lejana, afianzada una mínima cultura e institucionalidad democrática, susceptible de la derrota electoral del gobierno, también se tradujo en la elevación de nuestra calidad de vida, el impulso de las industrias básicas o el plan masivo de formación académica en el exterior; y, la más cercana, apuntalado el autoritarismo por unos comicios semicompetitivos, prolongado un mismo gobierno, el deterioro pareciendo no hallar límites, ha quebrado la economía o la desesperanza empuja a la emigración de los más atrevidos. El consabido caso de la Banca Privada de Andorra y de los altos funcionarios venezolanos vinculados a sendos delitos financieros, sancionados por el gobierno estadounidense, contribuyen a caracterizar la otra etapa de un rentismo al que sólo le faltaba dar soporte a un modelo socialista.
Valga la coletilla, existe una distancia considerable – por ejemplo – entre Pérez Jiménez, quien se llevó un buen dinero, compró La Moraleja y se dedicó exitosamente a los negocios privados, desechando las oportunidades reales para regresar al gobierno, y los de ahora que acumulan fabulosas propiedades, satisfacen la vieja vanidad de gozar entre sus caballos de paso e incursionan en la legitimación de capitales, ligando que nunca caiga el gobierno que los premió. El paso siguiente al ascenso social y la estabilidad económica, consiste en la consagración de los excesos emparentados inconscientemente con los remotos seriales estadounidenses, los que – apenas – resolvían el problema de un tornillo comprando otro avión, mientras que los actuales empleados del varias veces quebrado impunemente Banco Industrial de Venezuela, están sumergidos en la angustia de un cierre cuya promesa cierta es la del desempleo. Sin embargo, buscando una anacrónica confrontación anti-imperialista que les conceda alguna prestancia, el cinismo moral nos conduce a las amargas vicisitudes de la vida diaria en nuestro país.
Enunciemos, debemos soportar las largas colas para intentar el acceso a los insumos, alimentos y medicamentos más elementales, pretendiendo inculpar a terceros de una crisis generada por el propio gobierno suficientemente advertido de sus terquedades, errores y torpezas que, persecución y censura por delante, criminaliza todo cuestionamiento. Empeoradas las condiciones para un abierto y libre debate, la temeraria versión oficial choca contra las realidades, pretendido que todo reclamo sea una mera veleidad capitalista, por cierto, como si fuesen sucesores de un consumado período manchesteriano.
Negada la utilidad y comodidad del automóvil particular, cualquier medio de transportación pública, por inseguro, riesgoso y agotador que fuese, es suficiente y hasta preferible que andar a pie, aunque – se dirá – ofrece la ocasión para ejercitarse físicamente. El consumo eléctrico, por más complejo hidroeléctrico de Guri que tengamos, una herencia menoscabada, comienza a orbitar como un pecado capital.
Inconcebible la prohibición para los elencos privilegiados del poder que, además, los escandaliza la sola mención de la famosa niñera armada que voló a Brasil, se les antoja demasiado suntuoso que el resto de la población pretenda un médico especializado, una vivienda desahogada, una lectura actualizada, un desodorante medicado, una vestimenta según el gusto, una dieta especial, un grifo resistente, un anticaspa, una ortopantomografía, un espectáculo exigente, un móvil celular inteligente, un fármaco avanzado, un desinfectante eficaz, una mano de pintura para el techo hogareño, un bocado innovador. Del extravagante “ta’ barato dame dos”, pasamos al penoso “agarrando aunque sea fallo”, cumpliendo un itinerario que desemboca en los alegatos principistas esgrimidos por el poder establecido, traicionados frecuentemente por los hechos, así los propagandistas y publicistas oficiales ingenien las más más variadas consignas y motivos gráficos, en un país donde la necropolítica oficialista tiene por asidero más de veinte mil muertos anuales.
Los gastos de consumo presidencial, hasta que sean visibles en el presupuesto público, sustentan una moral, una decencia, unas buenas costumbres, nada ejemplarizantes. Moral andorrarizada que, definitiva, cumplimenta todo un ciclo.
DC / Luis Barragán / Diputado AN / @LuisBarraganJ