Si estos hechos se contaran con una moderna visualización de datos, la historia fuera así: A se desplaza de un punto uno a dos, mientras que B lo hace del tres al cuarto. En el mismo instante que las coordenadas de X y Y se cruzan, B que se mueve a más de 20 kilómetros por hora, impacta a A quien como producto de la inercia retrocede a un punto cinco y definitivo, donde la fuerzas encontradas de un cuerpo que cae y una acera de concreto inerte, se golpean llevando la peor parte la masa más débil. Así termina el relato y comienzan una nueva serie de eventos donde A y B, un santo y un chofer, serán protagonistas.
Pero aunque las causalidades de ese día jamás competirían con la crueldad de los hechos que cubren las páginas de sucesos de estas dos primeras décadas del siglo XXI, esa tarde del 29 de junio de 1919, la Caracas de estrecha y empedradas calles, regida por la mano dura de Juan Vicente Gómez, sería sorprendida por la noticia que provocaría, según cronistas de la época, que el Ávila se quedara sin flores porque todas irían a parar a los pies del féretro del doctor José Gregorio Hernández.
Hernández, el médico modesto, caritativo y religioso de un metro 60 centímetros de altura, solía desplazarse a pie por las calles de la ciudad para atender a los enfermos sin importar la clase social o capacidad de pago.
Las líneas de Dios
La mañana del 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, tres golpes a la puerta de la casa del doctor y profesor universitario, ubicada entre las esquinas de San Andrés y Desbarrancados número 3, rompieron el silencio casi conventual, atmósfera donde Hernández realizaba sus oraciones matutinas al lado de la imagen de San José que tanto veneraba.
Temores y horror
El doctor Hernández prefería andar a pie que utilizar uno de sus vehículos con motor a gasolina, como el que vio en Ciudad de México el 24 de diciembre de 1917, cuando visitaba a su sobrino Temístocles Carvallo. En la víspera de Navidad, el hombre de ciencia presenció como de un tajo la máquina destripó al caballo que arrastraba el coche donde él se desplazaba.
Testimonio de dolor
Casi al mismo momento en que A salía de la farmacia, B, mejor identificado como el chofer Fernando Bustamante, de 26 años, nacido en Mérida el 30 de mayo de 1893, casado, padre de dos niños y uno más que venía en camino, subía por la misma calle entre la esquinas de Amadores y Urapal.
Bustamante se desplazaba en un vehículo marca Essex, modelo 1918, de la Hudson. El conductor intentó rebasar al tranvía número 27 de La Pastora, conducido por Mariano Eduardo Paredes. Embragó la tercera y aceleró. En ese instante la coordenada de X se cruzó con la Y, con un leve roce del guardafango en la pierna de A, mejor identificado como José Gregorio Hernández.
Juicio y absolución
Mientras la ciudad expresaba el dolor por la muerte de un hombre dedicado a servir a sus congéneres y a Dios, fallecimiento que certificó el doctor Luis Razetti en el hospital Vargas, las autoridades iniciaron la investigación del hecho con una celeridad inconcebible para un arrollamiento en nuestra época. El chofer, el B de esta historia, que provocó la muerte de A, confesó que él fue la primera persona que le dio la santidad al médico de los pobres, cuando en medio del juicio aseguró lamentar la muerte del “sabio y santo doctor”, por eso cuando se enfermaba le pedía a José Gregorio le sanara de sus dolencias.
Bustamante falleció el Día de Todos los Santos, el 1° de noviembre de 1981, mientras José Gregorio Hernández, el venerable, sigue a la espera del milagro que convenza a las autoridades eclesiales de Roma, de que es hora de inscribir el nombre del doctor de los pobres en el santoral oficial, porque en el de la calle está desde su muerte en la acera de Amadores a Urapal.
Últimas Noticias