Leonardo Padrón vuelve a tocar la fibra con una columna dedicada a Marco Coello, donde describe más allá de lo que muchos venezolanos conocen de este joven que un 12 de febrero de 2014, estaba en el lugar equivocado.
La columna describe el hilo de una conversación que el escritor venezolano tuvo con la madre del joven estudiante.
Lea la columna:
En el lugar equivocado
“Mami, cuando te pregunten qué necesito, diles que barajitas para llenar el álbum”. La frase la puede haber dicho cualquier niño del planeta. Una frase habitual en julio del 2014, en pleno clímax del Mundial de Fútbol. Sólo que, esta vez, quien la dice es Marco Coello, joven venezolano de 18 años quien ya cumple cinco meses preso. ¿Su delito?: Haber participado en la marcha del 12 de febrero, día de la juventud, en protesta por los estudiantes detenidos en Los Andes. El candor de la petición, que refleja el nivel de aspiraciones de alguien que aún sigue atado a los entusiasmos lúdicos de la vida, contrasta escandalosamente con el dictamen de la juez 16 de control, Adriana López, quien ratificó los cargos impuestos por el Ministerio Público contra el joven: incendio, daños, instigación a delinquir y agavillamiento.
Marco Aurelio Coello será juzgado junto a Christian Holdack, estudiante de diseño, y a Leopoldo López, líder del partido político Voluntad Popular. Dice el dictamen, apelando a un término infrecuente, que Leopoldo fue el “determinador” de los delitos que ambos jóvenes presuntamente cometieron.
Pero resulta revelador descubrir que el joven estudiante de 5to. año de bachillerato nunca en su vida había visto a Leopoldo López. Lo conoció el día de la audiencia preliminar. Su propia madre asegura que más determinador en su vida podrían ser Lionel Messi o Juan Arango. Ni siquiera le interesa la política. “Yo algún día quisiera construir edificios enormes como esos de Dubai”, le confesó alguna vez. Hoy está detrás de las rejas. Esperando el juicio. Mientras, sus compañeros de estudio andan en caravana por la ciudad celebrando su graduación como bachilleres. Él no. Él perdió el año, la libertad, y buena parte de su inocencia. ¿Su delito? Haber estado el día equivocado en el lugar equivocado.
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“Mami, mañana voy a la marcha”, con esas seis palabras Marco sorprendió a su mamá la víspera del 12 de febrero. “¿Pero tú no tienes clases mañana?”, le replicó Dorys de Coello. El joven le explicó que iría a la marcha después de asistir al curso extra cátedra que realizaba todos los miércoles en el Multicentro Empresarial del Este. Dorys intentó disuadirlo. Su padre también. No funcionó. Pero se calmó un poco cuando supo que su hijo iría con un compañero de clases y su mamá. Estarían con una persona adulta que, era de prever, canalizaría cualquier vehemencia o exceso. Le dio un último consejo: “Ve por los laterales, así, si se presenta un problema te puedes resguardar en alguna tienda”. Su aprehensión estaba reforzada por un detalle significativo: Era la primera marcha a la que asistiría Marco Coello en su vida.
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El día de la marcha, Dorys estaba en la rutina de su trabajo. A las 2:30 pm vio el reloj y se extrañó de no haber recibido ningún mensaje de su hijo. Atribuyó el hecho al colapso típico de los celulares en las concentraciones. Mucha gente en un mismo sitio termina generando una gran incomunicación. Pero una hora después la extrañeza derivó en preocupación. La marcha, suponía bien, debía haber terminado hace ya un buen rato. Al llegar a la casa, prendió el televisor y sintonizó la señal de NTN24. Justo en ese instante, la periodista Idania Chirinos anunciaba: “Confirmado, hay dos heridos y un fallecido en los alrededores adonde llegó la marcha”. Una ráfaga fría paralizó a Dorys de Coello: “Cuando Idania iba a leer los nombres, yo cerré los ojos y me encomendé a Dios. Luego anunció que el gobierno había decidido cortar la señal del canal.”. La madre de Marco entró en un limbo de desinformación. Hizo muchas llamadas hasta que finalmente a las 6 pm localizó a un compañero de estudios que le habló de la foto de su hijo que circulaba en las redes sociales: rodeado por seis hombres que se le enciman, torso desnudo, franela aferrada en la mano izquierda, semblante entre el susto y la impotencia. Solo una madre tiene fielmente catalogadas las expresiones del rostro de un hijo. Y esa era, según Dorys de Coello, la foto irrecusable de la desesperación.
Su relato de la travesía para ubicarlo a través de varias dependencias del CICPC y del SEBIN se resume como la noche más larga de su vida. Pensó que el incidente no iría más allá de una breve detención. Hasta que alguien le dijo: “Su hijo está comprometidísimo”. Se quedó perpleja. El estilo de vida de Marco no combinaba con una frase de ese tenor. Ella no sospechaba la magnitud de lo que ocurría. Solo logró verlo después de estar 48 horas incomunicado. Desde entonces, la pesadilla ya lleva cinco meses de extensión.
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Marco Coello apenas tuvo diez minutos para relatar a sus padres lo ocurrido: al llegar al final de la marcha, le dijeron a la madre de su compañero que subirían una cuadra más. Ella los tenía a golpe de vista. Los veía sentados cerca de la estación del metro. Cuando comenzaron las detonaciones, salió corriendo a buscarlos. Hubo más y más disparos. Finalmente la señora alcanzó a su hijo. En la confusión, Marco los perdió y sin darse cuenta corrió hacia otro lado. Era la primera vez que acudía a esa zona de la ciudad. Estaba totalmente desorientado. Y acorralado. En un extremo había una barricada de policías con escudos protectores, en el otro se multiplicaban los encapuchados con armas. Se defendió, como muchos, lanzando piedras. Ya se hablaba de un fallecido y varios heridos. Él corrió. Quería regresar por el sitio por donde había llegado. Justo donde comenzaban los destrozos frente al Ministerio Público y la quema de vehículos. Una bomba lacrimógena estalló a su lado. Casi al borde de la asfixia, alguien le dio un trapo húmedo y un envase plástico con agua. Segundos después, lo agarraron. Junto a Christian Holdack, a quien no conocía.
A Marco se lo llevaron detenido con quince jóvenes más. Fueron presentados en el tribunal 26 de control donde a diez de ellos les otorgaron medida cautelar y a los seis restantes les dictaron privativa de libertad. Marco, aún no entiende por qué, fue uno de esos seis. Allí nació lo que se conoció en las redes como #Los6del12F. Todos coincidieron en afirmar que fueron golpeados brutalmente, rociados con gasolina, y amenazados con armas de fuego. A Marco, que mide 1,98 mts. de altura, le envolvieron el cuerpo con un gran trozo de goma espuma, lo golpearon con extintores de incendio y bates. Le exigieron firmar una confesión donde se responsabilizaba de la violencia acontecida. En un arresto de coraje, le dijo a uno de los funcionarios: “Si quieres mátame, pero no voy a firmar porque yo no he hecho nada”.
Simplemente, había estado en el lugar equivocado.
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“Yo todavía no logro entender lo que está pasando”, me insiste su madre. Ellos son tres hermanos: la mayor tiene 36 años y el otro, de 28, ya no vive en el país. Marco es su único hijo en casa. “A mí no sólo me están quitando mi hijo, sino mi pana. Trotábamos, jugábamos tenis, veíamos películas juntos, conversábamos mucho”. Se le rompe la voz. Reconoce que solo en las noches se permite llorar. Hace semanas, le escribió una carta a la comisión de Unasur presente en el país. Intentó que sus palabras llegaran a manos de la canciller colombiana María Ángela Holguín, por razones obvias: es mujer y madre. Nunca obtuvo respuesta.
Desde que su hijo está en prisión ella ha perdido diez kilos, el sueño y la vida que tenía antes. Sabe que Marco debe pasar las noches con gente detenida por homicidio o secuestro. Delincuencia común conviviendo con un muchacho común. Marco es un joven de talante festivo, pero la reclusión le ha erosionado severamente el ánimo. Ha sufrido crisis depresivas. Le han tenido que llevar asistencia médica. “En cinco meses le ha cambiado la mirada, la forma de abordarte. Es otro”, asegura su madre.
Los tres agónicos días que duró la audiencia donde esperaban salir en libertad tuvieron un pésimo resultado. El propio Leopoldo López en su comparecencia dijo que, en última instancia, lo dejaran a él detenido pero liberaran a Marco Coello y Christian Holdack. La juez, inmutable, ordenó que los tres deberán esperar su juicio tras las rejas.
Un golpe mortal. Depresión, insomnio, angustia.
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A pesar de eso, su madre me comenta dos episodios donde aún reconoce al joven que salió de su casa a marchar el 12 de febrero. Marco reza. Reza todas las noches. En una de las dos visitas semanales que tiene permitida le comentó: “Estos panas no creen mucho en esto. Yo les digo: el que quiera rezar un salmo venga conmigo”. El menor de todos dándoles fortaleza espiritual a los demás. En otra ocasión, una señora le llevó un peluche en forma de puerco espín. Le insistió en que era un símbolo necesario para limpiar las malas energías. Con él duerme, aferrado a lo que aún le queda de niño. Sin importarle la burla de los policías.
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El Mundial de Fútbol tiene hipnotizada la atención de millones de personas. Y nadie puede condenar eso. Mi conversación con Dorys de Coello duró lo que dura un juego de fútbol, con su respectivo tiempo de alargue: 94:08 minutos. Me cuenta que es el deporte favorito de su hijo: “Tiene en casa un balón firmado por Messi y Ronaldinho. Viajó toda una noche por carretera con su hermana a Maturín en una oportunidad que ambos estuvieron en Venezuela. Los vio, le firmaron el balón y se devolvió”. Messi estaba en el área chica de sus ambiciones.
Hoy Marco Coello pide barajitas para llenar el álbum del Mundial 2014. Graduarse. Montar bicicleta. Ir de nuevo al cine con su novia. Pide su vida de siempre.
Sólo que está en el lugar equivocado.
Leonardo Padron