Los grandes oradores políticos son entre nosotros reliquias de un tiempo en que tanto las ideas como la seducción emotiva buscaban hacerse un lugar. Su desaparición, sin embargo, no elimina un problema: saber si la palabra aún se arropa con las ideas que surgen de la reflexión, o si se conforma con descansar en los afectos, las encuestas y la eficacia de la imagen.
El tema reaparece en medio de crisis políticas que incluso golpean allí donde la sede legislativa es una seña de identidad nacional. Días atrás, el historiador británico Timothy Garton Ash apuntó al icónico Parlamento de Westminster. Ahora que el añoso edificio que lo alberga debe remodelarse, sus ocupantes han de mudarse temporalmente. Y Ash constata que muchos preferirían que no volviesen.
Las razones para esto último son atendibles, prosigue su columna publicada en The Guardian y El País, y pasan por la pobreza del debate político, por su crisis de contenidos y su poca densidad intelectual. Plantea Ash, por ejemplo, que la “magnífica” institución de la sesión semanal de preguntas al Primer Ministro es hoy “una pelea a gritos, propia de un patio de colegio”. Que en ésta y otras instancias no hay “siquiera un debate vigoroso sobre cuestiones verdaderamente importantes. Todas las frases ingeniosas las preparan con antelación los asesores de comunicación”. Estos últimos, los special advisors, o spads, serían responsables de un “estalinismo comunicador” que deriva en una “pérdida de la sustancia de la democracia deliberada”.
Teniendo claro que la acción política no se agota en el Legislativo, una fogueada reportera del sector afirma que en Chile “estamos en una etapa muy amateur respecto del Reino Unido”. Que los parlamentarios trabajan con periodistas, y ocasionalmente con empresas de comunicación, pero “muy poco en la línea de abrir debates o de perfilar expertos”.
VÍAS PARALELAS
En este punto, cabe preguntarse qué fue de los políticos-intelectuales, de aquellos proclives al cultivo de las ideas y a incorporarlas a la discusión. La interrogación puede activar la nostalgia por tiempos mejores, aunque siempre hay bemoles.
“A fines del siglo XIX y comienzos del XX era dable ver gente desarrollando reflexiones intelectuales sistemáticas y ocupando, al mismo tiempo, magistraturas públicas”, constata el historiador Joaquín Fernández. Es el caso de Diego Barros Arana, rector de la U. de Chile, parlamentario, ministro y autor de una monumental obra historiográfica. También el de Valentín Letelier, otro parlamentario y rector de la “U”, cuyas reflexiones se volvieron hegemónicas en el Partido Radical. Eso sí, estas figuras influyentes y con liderazgo político “no representan para nada la ‘media’ de los ciudadanos que alcanzaron magistraturas en su tiempo”. En este sentido, añade, no hay que idealizar la discusión pública de otras épocas.
La democratización de la política y el surgimiento de políticos profesionales, así como la profesionalización de la carrera académica, hacen insostenible mantener una “doble militancia”. Esto no excluye casos posteriores de reflexión y ambición intelectuales, que consideran a presidentes de la República. Ahí está Pedro Aguirre Cerda, autor de textos como El problema agrario (1929) y El problema industrial (1933) cuando aún no asumía la primera magistratura. Presidentes como Eduardo Frei Montalva y Ricardo Lagos hicieron también lo suyo: escribieron libros en que plasmaron inquietudes intelectuales y proyectos nacionales, sostuvieron correspondencia y/o amistades con figuras del pensamiento (ahí está el epistolario de Frei con Jacques Maritain), o llevaron este mundo a la propia Moneda, como fueron las cátedras a cargo de destacados académicos y escritores a inicios de los 2000.
Respecto de lo último, es sintomática la desaparición de intelectuales e historiadores del “segundo piso” de palacio, ganado para profesionales y técnicos menos dados que los primeros al largo plazo y a la perspectiva con visión de conjunto. ¿Dónde están? Algunos, en los centros de estudio. En los think tanks, vinculados a partidos y a entidades académicas. El apoyo que estos dan a los políticos es principalmente legislativo. Preparan minutas o informes sobre proyectos de ley o coyunturas varias y, en muchos casos, sustentan la posición de las bancadas, como ha ocurrido con la discusión sobre el aborto.
EL GIRO PRAGMÁTICO
Es normal, aunque para nada nuevo, que la política se desprenda de la elaboración argumentada para descansar en las emociones o en la pura empatía. Pero “la política es de ideas”, subraya Ascanio Cavallo. “Las encuestas son de afectos, y a veces le ganan a la política. Pero por lo general eso dura poco”. Agrega el columnista que los tiempos que corren no están para Churchill ni para Maritain. Que “es normal que el debate se empobrezca cuando la derecha se esconde en el mercado y la izquierda en el Estado; por lo menos hasta que aparezca alguien con ideas algo distintas. Pero ahí la comunicación no tiene nada que ver”.
Ampliando la mirada, el historiador Alfredo Riquelme plantea que, tras el fin de la Guerra Fría, “en todo el mundo se ha visto la influencia de los intelectuales sobre las élites políticas empequeñecida y reemplazada por la hegemonía de los poderes económicos. En Chile, ello ocurrió de manera muy abrupta durante los 90, traduciéndose en un declive de la dimensión ideal de la política y un ascenso de su dimensión instrumental”.
Aún así, agrega el profesor de la UC, “sería injusto reducir estos 25 años de democracia transicional sólo a ese giro pragmático. Desde la sociedad civil, universidades, centros de pensamiento y medios de comunicación, muchos intelectuales y creadores han continuado generando y socializando ideas que han influido de modo determinante en el debate y la acción política”. Dicho eso, concluye que “el debate político debe volver a ser una discusión democrática de ideas que no esté sujeta a la sola racionalidad tecnocrática”.
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