Algunas de las más conmovedoras historias se le presentan a uno de casualidad.
Y muchas veces su fuerza se las da un simple elemento.
Estaba recorriendo un humilde barrio al sur de Bogotá, como parte de la preproducción de una nota sobre una intervención social en la zona.
Las casas allí, la mayoría de lata y madera, están sobre una colina en el municipio de Soacha, que aunque autónomo es una suerte de extensión de la capital colombiana.
Tiene algunas de las mejores vistas de la ciudad y las montañas que la flanquean.
Pero allí se registran algunos de los peores estándares de vida del país.
Hay pobreza, hay desplazamiento, hay crimen.
Faltan el agua, las cloacas y el gas.
Cuando llueve es casi imposible caminar sus calles y senderos de tierra.
Algunos habitantes les ponen alfombras encima para hacerlos más estables.
Cuando llueve, el agua, inmisericorde, se mete en las casas y lo moja todo.
Pero Daisy Reyes tiene suerte.
Su cama y la de sus niños están en una parte de su casa hecha de madera prefabricada que le donó el gobierno.
Allí no entra el agua.
No pasa lo mismo con el área que sirve de cocina y comedor.
Pero eso está bien, dice ella, porque al menos las camas se mantienen secas.
Y el agua de lluvia que recoge le permite gastar menos en el agua potable que compra una vez por semana a un camión tanque.
Mientras yo recorría el barrio con una líder comunitaria, Daisy nos vio y nos invitó a pasar a su casa.
Sus ojos brillaban, húmedos, y nos hablaba casi sin pausa.
Sólo paraba para retar a los niños cuando se peleaban.
Habló de muchas cosas.
Habló de las necesidades y dificultades de su familia.
Habló del orgullo que le hacía sentir que a uno de sus hijos le estuviera yendo muy bien en la escuela.
De repente, hablando y hablando, contó la historia de ese aparato de televisión, el que estaba en en un rincón de la sala, un recuerdo en forma de una caja gris fuera de servicio.
«Lo compró mi finado marido», me contó, con sus ojos ahora más húmedos.
«Es lo único que no vendió de inmediato, vendía todo lo que llegaba a sus manos», me dijo.
Después me explicó que no podía deshacerse del aparato, aunque no funcionara y aunque ella ya tuviera uno nuevo y mejor.
Es el único recuerdo que le queda de él.
Luego supe -ella no me lo contó- que lo habían matado a los 15 días de salir de la cárcel, donde estuvo tres años.
Una venganza, un vecino enojado.
Ni siquiera mientras estaba en prisión, cuando el dinero hacía mucha falta, quiso vender la televisión, me dijo Daisy.
La había comprado para los niños.
Ahora ella tiene una nueva pareja.
Viven juntos, con los cuatro hijos de ella y el único de él.
Se apoyan mutuamente, se ven felices juntos.
Tienen una de las mejores vistas de Bogotá y una de las más duras vidas de esta capital.
Fuente: DC|BBC Mundo