Aunque sepamos que la muerte nos acecha desde el momento en que nacemos, este conocimiento no nos lo hace más fácil cuando nos toca de cerca y tenemos que lidiar con la pérdida de un ser querido, sea que la anticipáramos como desenlace de una larga enfermedad o bien cuando -y sobre todo- la misma ocurre súbitamente.
Tras el choque inicial que recibimos apenas nos enteramos de la noticia, nuestros sentimientos pueden quedar entumecidos por la sorpresa, la incredulidad y el desconcierto. Nos parece mentira, como si lo ocurrido no fuese más que una terrible pesadilla de la que pronto vamos a despertar, para encontrarnos con que todo sigue siendo como antes.
Este sentido de irrealidad y de negación que nos aturde al principio cede con el transcurso de los días, cuando el rigor de lo cotidiano se impone y obliga a que cada quien regrese a ocuparse de lo suyo. Aunque no desaparezca por completo, el apoyo y la compañía de quienes se acercaron a consolarnos va mermando. Caemos en cuenta de que la frase “la vida continúa” no es sólo un decir y que pese al profundo dolor, rabia, impotencia, culpa, miedo, incertidumbre y soledad que nos abruma, no nos queda otro camino que proseguir con nuestra existencia.
Comienza entonces la tarea personal de procesar el duelo que nos ocasiona la muerte, de buscar los recursos internos que nos permitan transitar y superar la dura prueba. Sobrarán consejos ajenos que, a pesar de su buena intención, poco nos sirven. Algunos llegarán inclusive a molestarnos, porque no se adecúan a lo que sentimos ni se corresponden con nuestra manera particular de afrontar las vicisitudes.
Más que resentirlos, aceptemos que cuando se trata de sobreponerse a una pena como esta, no existen fórmulas matemáticas, que lo que puede ayudar a algunas personas, resulta contraproducente para otras, que el tiempo que toma recuperarse dependerá de la intensidad con la que cada quien sufre la pérdida.
Necesitamos poder elegir nuestra manera individual de vivir el duelo, hasta que la herida cicatrice. Es indispensable tener paciencia con nosotras mismas y con las distintas emociones, algunas contradictorias, que surgen durante el proceso. No huyamos del dolor, cuando es el momento de sentirlo. Démonos permiso para llorar lo que hay que llorar, a solas y acompañadas por aquellos que también están afligidos. Practiquemos rituales que nos traigan consuelo, así nos parezcan poco convencionales.
Hagamos las paces con quien se marchó y perdonémoslo, al tiempo que nos perdonamos a nosotros mismos por lo que pudo haber sido mejor. Recordemos todo lo bueno que hubo, lo que dimos y recibimos mientras estuvimos juntos. Aislémonos cuando sintamos la necesidad de hacerlo, pero busquemos la compañía y el apoyo de los que nos ofrecen su hombro durante los momentos de flaqueza.
Fortalezcamos nuestro mundo espiritual para aceptar el misterio de la muerte desde la vida que hemos de continuar. El sentido de la propia finitud nos lleva a depurar lo importante de lo banal y a buscar lo trascendente en relación a nosotras y al mundo que nos rodea. Seguimos aquí. Nuestra misión no ha terminado.
Fuente: DC| EDM