En Amuay, la principal refinería de este país rico en petróleo, los trabajadores dicen que se exponen al riesgo de gases tóxicos mientras esperan que Petróleos de Venezuela SA, el gigante energético estatal, reemplace las bombas oxidadas y las tuberías corroídas, un proceso que se ha demorado años.
Los 4.000 trabajadores tienen una tarea ardua por delante. Sus salarios equivalen a poco más de un dólar diario debido al colapso de la moneda venezolana. “Somos los pulmones de la economía de este país, pero nos pagan como si fuéramos los más bajos de todos”, dice Iván Freites, quien encabeza el sindicato que representa a los empleados de Amuay y una refinería adyacente, Cardón, que en conjunto forman el segundo mayor complejo de refinación del mundo.
La península de Paraguaná tiene el potencial para procesar un millón de barriles de crudo al día. PDVSA, sin embargo, tiene graves problemas de liquidez, una escasez crónica de repuestos y contratiempos frecuentes que a menudo mantienen la producción en cerca de 50% de su capacidad, según los dirigentes sindicales. Además, la refinería lucha contra apagones y problemas de escasez de productos como lubricantes de motores, que se hacen aquí.
También existe el riesgo de lesiones de los trabajadores. En 2012, cuarenta personas murieron en una explosión en Amuay, de la que no se dieron explicaciones. Los datos de la refinería no están a disposición del público, pero el informe de 2014 del Ministerio de Petróleo muestra que Venezuela registró 5,32 lesiones por cada millón de horas de trabajo, en comparación con un promedio de la industria de 0,45 registrado por la Asociación Internacional de Productores de Petróleo y Gas, con sede en Londres.
Los problemas han hecho de esta empobrecida ciudad petrolera un emblema de las promesas incumplidas de la industria petrolera venezolana. Una bonanza de crudo ayudó al gobierno socialista del país durante más de una década, pero ahora los residentes se preguntan dónde se fue el dinero.
Después de trabajar para PDVSA por casi dos décadas, José Rodríguez, de 52 años, tuvo su última tarea como contratista de mantenimiento en Amuay hace dos años. Rodríguez empezó luego a conducir un taxi, con lo que multiplicó sus ingresos. “El riesgo que tomaba en la refinería no valía la pena”, explica el hombre, quien tiene quemaduras de químicos en las manos y los brazos por su trabajo en PDVSA.
No obstante, la inflación de tres dígitos de Venezuela y la escasez de autopartes arruinaron el plan B de Rodríguez. Incapaz de comprar o encontrar piezas de repuesto, dejó de manejar el cacharro a principios de este año. Un amigo ahora le presta un barco para pescar. “Es lo que tengo que hacer para que podamos comer, para sobrevivir”, explica Rodríguez.
Sin embargo, pescar a la sombra de Amuay también tiene riesgos. A finales de octubre, un oleoducto de la refinería explotó y el petróleo se desparramó en las aguas de la bahía adyacente, amenazando unos 30 kilómetros de costa y el medio de subsistencia de unos 500 pescadores. El derrame fue limpiado rápidamente, pero los habitantes quedaron indignados.
“Yo diría que PDVSA ha sido más una maldición que una bendición para esta comunidad”, señala Esteban Sánchez, un activista ambiental de 69 años. “Aquí estamos tratando de sobrevivir haciendo algo que no tiene relación con el negocio petrolero y PDVSA lo arruina”. Ejecutivos de PDVSA no respondieron a solicitudes de comentarios sobre las quejas de residentes y trabajadores.
El derrame de octubre fue el comienzo de una serie de acontecimientos calamitosos para Amuay. Apagones y problemas técnicos redujeron su capacidad para producir elementos esenciales como la gasolina. “Fue como ver dominós cayéndose uno detrás del otro”, recuerda Freites.
Como los accidentes y cortes de luz aumentaron, a finales de 2014 Venezuela compró casi 1,3 millones de barriles de gasolina a Estados Unidos. Se trata de la mayor compra de combustible desde la fatal explosión por un escape de gas en Amuay hace tres años, según datos de la Administración de Información de Energía de EE.UU.
En la capital de refinación de Venezuela, no fue una sorpresa que el país con las mayores reservas probadas de crudo del mundo se viera obligado a comprar combustible de su jurado enemigo ideológico. En entrevistas, 10 trabajadores activos de las refinerías que viven en Paraguaná describen una situación de baja moral en medio del deterioro de las condiciones de trabajo.
En el contrato colectivo de trabajo para sus 122.000 empleados, PDVSA garantiza la sustitución de equipos de seguridad como máscaras, cascos y botas cada tres meses. Eso no ha sucedido, dice José Bodas, otro dirigente sindical.
La compañía tampoco ha renovado los contratos de sus trabajadores desde octubre de 2013, cuando el último contrato expiró, y mantiene una disputa con los trabajadores que dicen que sus sueldos supuestamente deberían seguir el ritmo de la inflación.
“Lo que está pasando es que muchos profesionales con experiencia se están yendo o buscando jubilación temprano y la empresa está reemplazándolos con personas con muy poca experiencia”, dice Freites.
Fuente: DC|The Wall Street Journal