Patrulleros armados hasta los dientes y estaciones de policía con trincheras reflejan el estado de alerta en que viven Silvia y Morales, dos municipios caucanos que han tenido que pagar los platos rotos que dejan el conflicto armado y la ilegalidad. De hecho, sus pobladores han soportado décadas de secuestros, extorsiones, retenes, tomas y hostigamientos.
Metido entre las montañas de la Suiza de América, como llaman a Silvia, se la pasa Arcenio Hurtado Pechené, un quisgueño de 55 años que desde pequeño se dedicó a los cultivos de papa, maíz y trigo.
“Uno escuchaba los disparos de ambos bandos, pero lo más fuerte era cuando llegaban los helicópteros y las avionetas con el glifosato y el plomo”, recuerda, mientras habla de los años en los que recorría caminos con su pala y sin zapatos. Pero desde 1999 personas como él comenzaron a apostarle a una faceta distinta a la del germen del conflicto: el abandono del campo.
DC/ET