Con el paso del tiempo, los escritores que sobreviven en la memoria colectiva del universo lector adquieren cierta condición marmórea: en el panteón de los ilustres, se transforman en efigies solemnes. Es el caso de Rubén Darío (Metapa, Nicaragua, 18 de enero de 1867- León, Nicaragua, 6 de febrero de 1916), de quien hoy se cumple el primer centenario de su muerte.
Los frecuentadores de «Luces de bohemia», además, sufrimos una huella psíquica inevitable, y Rubén se nos aparece caracterizado como en la obra teatral de Valle-Inclán; una suerte de tótem precolombino, hermético y borrachín, que en sus raptos de lucidez emite agudas sentencias acerca de la vida y la muerte, y que por lo general contesta a las preguntas de sus interlocutores con una exclamación de elogiosa perplejidad: ¡Admirable!
La biografía de Rubén corresponde punto por punto a los requisitos del perfecto modernista. Se llamaba en realidad Félix Rubén García Sarmiento. El «Darío» proviene de un mote de familia: un tatarabuelo llevó ese nombre, y desde entonces todos los descendientes fueron los Daríos. De haberse tratado de un torero español, el asunto se habría zanjado del modo siguiente: Rubén de Darío. Pero el niño, desde muy pequeño, apuntaba maneras de poeta: aprendió a leer a los tres años y publicó su primer soneto, «Una lágrima», a los trece, en el diario «El Termómetro», de la ciudad de Rivas. Lo criaron sus tíos abuelos, Bernarda Sarmiento y Félix Ramírez, porque sus padres, Rosa Sarmiento y Manuel García, se separaron pronto y desaparecieron de su vida. Por lo visto, don Manuel era muy aficionado a mezclar el alcohol con las visitas a las casas de caridades amorosas.
Como mandan los cánones del artista finisecular, Rubén se pasó la vida entera tratando de sortear las estrecheces domésticas, mediante colaboraciones periodísticas y el desempeño de labores diplomáticas de cartón piedra, procuradas por sus amigos y protectores. El presidente colombiano Miguel Antonio Caro, por ejemplo, lo nombró, en el año 1893, cónsul honorífico en Buenos Aires. Fue uno de sus mejores empleos, según el propio Rubén, porque en aquellos tiempos apenas residían colombianos en laArgentina, y las transacciones con el país eran inexistentes. De manera que pudo dedicarse en cuerpo y alma a sus principales pasiones: la literatura, la bebida y las mujeres.
Rubén fue a lo largo de su existencia un viajero contumaz por toda Centroamérica, Europa y los Estados Unidos. Más tarde o más temprano, regresaba a su patria, donde desde muy pronto se le solía recibir con honores y agasajos triunfales de gloria nacional, porque por aquel entonces aún se creía, con razón, en algunos rincones de la tierra, que los poetas significaban un bien público, un patrimonio con el que educar en la belleza del idiomapropio a las generaciones venideras.
En diciembre de 1881 llegó a Managua por primera vez el joven Rubén Darío, para que el Estado dilucidara si debía o no marchar a París, a costa del erario público, con la idea de convertirse en poeta oficial. La idea no prosperó y Rubén se entregó a la bohemia. En uno de sus devaneos conoció a Rosario Murillo, con quien mantuvo desde entonces amoríos intermitentes. Se casó por vez primera en San Salvador, en 1890, con Rafaela Contreras, hija de un reputado orador local. El general Ezeta tuvo la cortesía de aplazar el golpe de estado que derrocó al día siguiente al presidente salvadoreño Francisco Menéndez, para así poder asistir como invitado al banquete nupcial. Como puede inferirse de los hechos, por aquel entonces el golpismo hispanoamericano no estaba reñido con la buenas maneras en sociedad.
Rafaela Contreras murió en 1893, y Rubén regresó a Managua, para reemprender sus amores sincopados con Rosario Murillo. Pero la familia de Rosario, que no veía con buenos ojos aquellos alborotos sentimentales, obligó a la pareja a contraer matrimonio y a ingresar en el universo del decoro. Ahora bien, durante una de sus residencias en España, Rubén conoció a Francisca Aguirre, una campesina analfabeta, mientras paseaba por la Casa de Campo en busca de la inspiración al aire libre, y cayó muerto de amor. Desde entonces, pese a no estar divorciado de Rosario Murillo, Francisca fue su compañera hasta el final de sus días.
Con sus tres libros imprescindibles -«Azul» (1888), «Prosas profanas» (1896) y «Cantos de vida y esperanza» (1905)- Rubén moldeó el lenguaje poético español contemporáneo, que, con la excepción de Bécquer, se inclinaba hacia la ranciedad retórica. Los jóvenes modernistas españoles de la época (Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado, Valle-Inclán) lo supieron ver y adoraron su poderosa novedad. La revolución de Rubén proviene tanto del hecho de apropiarse en español de la gran poesía francesa de la época -el romántico Víctor Hugo y los poetas simbolistas y parnasianos-, como de la voluntad de llevar la lengua hasta el extremo de sus posibilidades sonoras. Salvando las distancias, su drástico experimento es sólo comparable al de Góngora en el Siglo de Oro. El verbalismo de Rubén representa la antonomasia de lo melodioso en español, por su pericia musical, por su inclinación hacia la palabra exótica, por sus caprichos métricos y rítmicos. Fue, a grandes rasgos, un celebrador de la existencia, porque contemplaba el mundo con ojos sensuales, a pesar de sus prospecciones meditativas.
Como en sí mismo al fin, reposa para siempre en la gloria, ese mausoleo insípido. Metapa, la ciudad en que nació, hoy se llama Ciudad Darío.
DC|ABC.España