Almagro considera aplicar Carta Democrática a Venezuela tras comunicado de HRW

José Miguel Vivanco, director de la División de las Américas de Human Rights Watch (HRW), emitió una carta al secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, en la cual habla de la situación de Venezuela y una posible aplicación de la Carta Democrática Interamericana a dicha nación.

“Ante la evidente violación del principio de la separación de poderes y de la independencia judicial, que se evidenció más recientemente en un nuevo copamiento político del Tribunal Supremo de Justicia, lo instamos respetuosamente a implementar los mecanismos establecidos en la Carta Democrática para responder a las amenazas al orden democrático en un Estado Miembro”, reza la misiva.

En este sentido y a través de la plataforma Twitter, Almagro dejó ver que está analizando dicha carta que se lee a continuación:

 

De mi mayor consideración:

Tengo el honor de dirigirme a V.E. con el propósito de presentarle un análisis jurídico de Human Rights Watchsobre la aplicación de la Carta Democrática Interamericana a Venezuela.

Ante la evidente violación del principio de la separación de poderes y de la independencia judicial, que se evidenció más recientemente en un nuevo copamiento político del Tribunal Supremo de Justicia, lo instamos respetuosamente a implementar los mecanismos establecidos en la Carta Democrática para responder a las amenazas al orden democrático en un Estado Miembro. Concretamente, lo instamos a que convoque de inmediato al Consejo Permanente para realizar una evaluación colectiva de la situación en Venezuela para presionar a ese gobierno a restablecer la independencia judicial.

El gobierno venezolano sostuvo recientemente que la OEA no podía invocar la Carta Democrática para abordar la situación en Venezuela sin su consentimiento. Si esto fuera cierto, tal requisito iría contra el objeto y fin de la Carta Democrática, cuyo propósito es asegurar que la OEA pueda responder adecuadamente cuando un Estado Miembro menoscaba el orden democrático interno. Permitirles a estos gobiernos que decidan cuándo la Carta Democrática puede ser aplicada equivaldría a garantizar que nunca lo será.

Sin embargo, la interpretación del gobierno de Venezuela carece del menor sustento jurídico. En efecto, la Carta Democrática establece claramente en su artículo 20 que la OEA puede actuar sin el consentimiento del gobierno afectado para abordar “una alteración del orden constitucional que afecte gravemente [el] orden democrático” de un Estado Miembro. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido que la independencia judicial y la separación de poderes son componentes esenciales del orden democrático que la OEA debe proteger, según el mandato establecido en la Carta. A su vez, interpretaciones autorizadas de la Carta Democrática por el Comité Jurídico Interamericano y la Secretaría de Asuntos Jurídicos de la OEA han dejado en claro que situaciones como la actual en Venezuela—donde el poder judicial ha abdicado de sus principales obligaciones y ha dejado de funcionar como un poder independiente del Estado—justifican una respuesta activa por parte de la OEA, con o sin el consentimiento del gobierno de Venezuela.

Falta de independencia judicial en Venezuela

Uno de los principios clave consagrados en la Carta Democrática señala que los elementos esenciales de la democracia representativa incluyen “la separación e independencia de los poderes públicos”[1]. Actualmente no existe tal separación de poderes en Venezuela, y esto ha propiciado una variedad de graves abusos a los cuales no se les ha puesto ningún freno.

En 2004, luego de que la mayoría oficialista en la Asamblea Nacional aumentara la cantidad de magistrados del Tribunal Supremo de 20 a 32, y designara a aliados políticos incondicionales al gobierno en los nuevos cargos, Human Rights Watch sostuvo que la crisis del poder judicial venezolano podía tener un profundo impacto negativo para la democracia en el país. En ese entonces, instamos al Secretario General de la OEA a usar sus facultades conforme al artículo 18 de la Carta —que supone el consentimiento del Estado Miembro— para interceder ante el gobierno venezolano y abordar las amenazas a la independencia de su poder judicial que afectaban al sistema democrático de gobierno en el país[2].

Desde el copamiento político del Tribunal Supremo en 2004, el poder judicial venezolano ha dejado de actuar como un poder independiente del gobierno. Miembros del Tribunal Supremo han rechazado abiertamente el principio de separación de poderes y han expresado de manera pública su compromiso con promover la “Revolución Bolivariana” del gobierno. El Tribunal ha emitido reiteradamente sentencias a favor del gobierno cuando se impugnaron sus actuaciones, validando así su creciente desprecio por los derechos humanos. Los jueces de tribunales inferiores —que en su mayoría no gozan de ninguna garantía de inamovilidad de sus cargos— también son vulnerables a presiones políticas. Muchos jueces no parecen estar dispuestos a pronunciarse contra los intereses del gobierno en causas con fuertes implicancias políticas, incluso si esto conlleva la falta de amparo de los derechos humanos.

En múltiples oportunidades, las autoridades venezolanas han aprovechado la falta de independencia del sistema judicial para detener y procesar a importantes dirigentes políticos de oposición sobre la base de acusaciones sin sustento. Por ejemplo, en marzo de 2014, el Tribunal Supremo de Justicia juzgó en forma sumaria y condenó a dos alcaldes opositores a doce y diez meses y medio de prisión, respectivamente. El tribunal entendió que los alcaldes habían incurrido en desacato por incumplir una orden del Tribunal Supremo que exigía asegurar que las personas que no estaban participando en las protestas contra el gobierno de 2014 pudieran circular libremente en sus municipios. El Tribunal Supremo condenó a los alcaldes inmediatamente después de un proceso de no más de 7 horas. Los pronunciamientos del Tribunal Supremo, que en este caso actuó como tribunal de primera instancia, no son recurribles, y esto viola la garantía procesal que reconoce el derecho de los acusados a apelar una condena penal[3].

En septiembre de 2015, la justicia condenó al dirigente opositor Leopoldo López a más de 13 años de prisión por diversos delitos, entre ellos el de “incitación pública” a cometer delitos durante una manifestación en Caracas en febrero de 2014. Durante el juicio de López, la fiscalía no presentó evidencias creíbles que vincularan a López con ningún delito, y la jueza interviniente, cuya designación era provisoria y no gozaba de garantía de inamovilidad de su cargo, no permitió que sus abogados aportaran evidencias para su defensa. En octubre, uno de los fiscales en el caso huyó de Venezuela y aseveró que el proceso había sido una “farsa”. El Tribunal Supremo desestimó todas las apelaciones presentadas por López[4].

A su vez, en reiteradas ocasiones, las autoridades han iniciado o amenazado con iniciar acciones penales contra críticos menos conocidos, incluidos, por ejemplo, un médico que se refirió a la escasez de medicamentos en televisión, un ingeniero que criticó políticas gubernamentales sobre regulación del acceso a la electricidad en un artículo de un periódico, y un empresario que cuestionó en televisión políticas económicas del gobierno[5].

Por otro lado, las violaciones de derechos humanos en Venezuela habitualmente quedan impunes, como por ejemplo casos de represión brutal de personas que se manifestaban contra el gobierno en 2014, y numerosos señalamientos de abusos contra sectores populares y comunidades de inmigrantes durante operativos de seguridad pública llevados a cabo en distintas regiones del país desde julio de 2015. El común denominador en estos casos es que las víctimas —o sus familiares— no tienen dónde acudir para obtener protección. En un país sin independencia judicial, las víctimas no tienen acceso a la justicia ni pueden esperar que haya investigaciones oportunas e imparciales que contribuirían a prevenir abusos.

Más recientemente, a fines de diciembre de 2015, los miembros oficialistas de la Asamblea Nacional volvieron a copar el Tribunal Supremo designando a personas afines al gobierno, tan sólo días antes de que asumieran los legisladores opositores que habían triunfado en las elecciones legislativas del 6 de diciembre de 2015. Nombraron a 13 magistrados permanentes y 21 suplentes, incluidos 13 que habrían pedido el retiro anticipado en octubre de 2015, supuestamente un año antes de que concluyera su mandato, con la intención aparente de asegurar que fueran reemplazados por aliados del gobierno. Los magistrados se desempeñan por períodos de 12 años, por lo que podrán transcurrir muchos años antes de que surja otra oportunidad de restablecer la independencia política del Tribunal Supremo.

El impacto de esta decisión ya se está percibiendo. Desde que asumieron los nuevos legisladores en la Asamblea Nacional en enero de 2016, el Tribunal Supremo ha dictado una serie de decisiones que socavan el rol de la Asamblea Nacional, integrada ahora por mayoría opositora, y limitan su capacidad de ejercer plenamente el poder legislativo del país[6].

Antecedente de aplicación de la Carta por parte de la OEA para abordar la falta de independencia judicial

En 2005, la OEA aplicó la Carta luego de que el Congreso ecuatoriano removiera de manera arbitraria a todos los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y a miembros de otros altos tribunales del país[7]. La situación de Ecuador en 2004, cuando la legislatura destituyó a magistrados de la Corte Suprema a través de un único acto, es distinta de la situación de Venezuela en 2016, donde la independencia del poder judicial se ha visto gravemente menoscabada por una serie de actos ejecutados concertadamente por el ejecutivo y la anterior mayoría oficialista en la legislatura. Sin embargo, la consideración subyacente relativa a la falta de separación de poderes que motivó a la OEA y al sistema interamericano de derechos humanos a actuar en ese momento es similar a, e igualmente apremiante que en, la situación actual de Venezuela.

En Ecuador, la implementación de la Carta por la OEA implicó el envío de una misión a ese país, que se reunió con diversos actores políticos, judiciales y de la sociedad civil. Luego redactó un informe, donde expuso sus inquietudes con respecto a la amenaza al orden democrático en el país. La misión que se trasladó a Ecuador concluyó que:

[E]l Poder Judicial, su composición, su desempeño y su autonomía fue afectado por la pugna continua de estos dos poderes y de los distintos actores políticos. A su cargo han estado, y están, importantes decisiones que afectan la vida política y económica del país. El control de este poder del Estado y el aseguramiento de la influencia sobre magistrados que lo componen, llevaron a la politización de las decisiones que, a su vez, han sido detonantes de diversas crisis políticas[8].

El informe recomendó que Ecuador encontrara “por consenso una solución definitiva y ampliamente legitimada que garantice una integración idónea del poder judicial y de los órganos jurisdiccionales, ajena a los vaivenes partidarios y a los intereses económicos en pugna. Y, en lo inmediato, acordar una solución transitoria al problema de la integración de la Corte Suprema de Justicia”[9]. En noviembre de 2005, tras un proceso abierto de selección que fue seguido atentamente por la comunidad internacional, asumió una nueva composición de la Corte Suprema.

Si bien en el caso ecuatoriano el gobierno solicitó la intervención de la OEA, no es necesario que un gobierno solicite la participación de la OEA para que esta organización aplique la Carta Democrática, como se explica en la última sección de este documento.

En el momento en que se emitió el informe de la OEA sobre Ecuador, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos incluyó a Ecuador en el Capítulo IV de su informe anual, una sección dedicada exclusivamente a los países donde se observan los problemas más graves de derechos humanos de la región. La Comisión sostuvo, citando la Carta, que “[e]l funcionamiento pleno de los poderes legítimamente constituidos, sin menoscabo de su independencia y en equilibrio con otros poderes del Estado, es requisito indispensable del orden democrático”[10].

En 2013, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó una sentencia vinculante en el caso sobre los magistrados de la Corte Suprema de Ecuador que habían sido destituidos, en la cual interpretó la importancia de la independencia judicial para la democracia[11]. La Corte Interamericana sostuvo que:

[E]l ejercicio autónomo de la función judicial debe ser garantizado por el Estado tanto en su faceta institucional, esto es, en relación con el Poder Judicial como sistema, así como también en conexión con su vertiente individual, es decir, con relación a la persona del juez específico. El Tribunal estima pertinente precisar que la dimensión objetiva se relaciona con aspectos esenciales para el Estado de Derecho, tales como el principio de separación de poderes, y el importante rol que cumple la función judicial en una democracia. Por ello, esta dimensión objetiva trasciende la figura del juez e impacta colectivamente en toda la sociedad[12].

La Corte Interamericana concluyó que “el haber destituido en forma arbitraria a toda la Corte Suprema constituyó un atentado contra la independencia judicial, alteró el orden democrático, el Estado de Derecho e implicó que en ese momento no existiera una separación real de poderes…”[13]. Refiriéndose al artículo 3 de la Carta, que indica que los elementos esenciales de una democracia representativa incluyen la separación y la independencia de los poderes de gobierno, la Corte dispuso:

[L]a destitución de todos los miembros de la Corte Suprema de Justicia implicó una desestabilización del orden democrático existente en ese momento en Ecuador, por cuanto se dio una ruptura en la separación e independencia de los poderes públicos al realizarse un ataque a las tres Altas Cortes de Ecuador en ese momento.Esta Corte resalta que la separación de poderes guarda una estrecha relación, no sólo con la consolidación del régimen democrático, sino además busca preservar las libertades y derechos humanos de los ciudadanos[14].

La OEA debería aplicar la Carta aun sin el consentimiento de Venezuela

Ante la incapacidad o renuencia del gobierno venezolano para reconocer y abordar el severo deterioro de las instituciones democráticas y el estado de derecho que han provocado sus políticas y prácticas, es altamente improbable que Venezuela dé su consentimiento a la aplicación de la Carta. De hecho, el gobierno ya ha desestimado esta posibilidad, y sostuvo que la aplicación de la Carta Democrática supondría una violación de la soberanía de Venezuela y una intromisión en sus asuntos internos[15].

Sin embargo, conforme al artículo 20 de la Carta Democrática Interamericana, el Secretario General de la OEA o cualquier otro Estado Miembro puede solicitar la convocatoria del Consejo Permanente sin el consentimiento del gobierno para evaluar si existe en un Estado Miembro “una alteración del orden constitucional que afecte gravemente su orden democrático”[16].

Si bien estos artículos han sido invocados en el pasado para abordar situaciones que constituyeron un golpe de estado —como el caso de Honduras en 2009—, distintas interpretaciones autorizadas de la Carta consideran que no sólo este tipo de situaciones justifican la aplicación de los artículos relevantes de la Carta. Según la Secretaría de Asuntos Jurídicos de la OEA, una “alteración” se produce cuando se ven afectados elementos y componentes esenciales del orden democrático, incluida la separación e independencia de los poderes públicos. La secretaría dispuso específicamente que esta “alteración” es distinta de la “interrupción del orden democrático” que se manifiesta más nítidamente cuando “no hay gobierno”[17].

También el Comité Jurídico Interamericano incluyó en su informe anual de 2015 un informe especial sobre la Carta Democrática Interamericana, en el cual sostiene que “las graves amenazas y rupturas a la institucionalidad democrática van más allá de los golpes de Estado”. El informe indica:

[L]a Carta Democrática trasciende de la idea de democracia electoral y adopta de manera inequívoca la interpretación de que la democracia es tanto de origen como de ejercicio y que, para llamarse democrático, un gobierno no debe solamente ser elegido democráticamente, sino gobernar democráticamente y con respeto de los derechos de todos. La CDI no puede ser concebida como un mecanismo sólo de respuesta para el clásico golpe de estado consistente en la toma del poder político de forma violenta vulnerando toda institucionalidad, sino también contempla respuesta para los atropellos a la democracia en donde son los propios gobiernos elegidos democráticamente los que atentan contra las instituciones democráticas y contra los derechos humanos (énfasis agregado)[18].

En estos casos, el hecho de que un gobierno no preste su consentimiento para la aplicación de la Carta no constituye una justificación para no actuar. La Carta estipula que la democracia representativa es indispensable para la estabilidad, la paz y el desarrollo de la región, y los gobiernos tienen la obligación de promoverla y defenderla[19]. El colapso de la independencia judicial en Venezuela y la consiguiente propagación de las violaciones de derechos humanos y la impunidad afectan los principios más fundamentales consagrados en la Carta y en otros acuerdos regionales. Es tiempo de instalar este debate, y exigir que el gobierno venezolano rinda cuentas a la OEA por el deterioro manifiesto del estado de derecho en el país.

Espero que la información incluida en esta carta contribuya a su evaluación de la precaria situación de los derechos humanos en Venezuela, y a un análisis exhaustivo por parte del Consejo Permanente de la OEA sobre cuál es la mejor manera de presionar al gobierno de Venezuela para que reforme sus prácticas y políticas en este ámbito.

Aprovecho la ocasión para expresarle los sentimientos de mi más alta consideración y estima.

Cordialmente,

José Miguel Vivanco
Human Rights Watch

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