Pedro Luca vive en una cueva en el norte de Argentina desde hace 40 años. A sus 79 años y en excelente estado de salud, vive solo, sin luz, ni gas, ni teléfono en su caverna situada en lo alto de las montañas en la provincia de Tucumán.
Cuando tiene hambre, sale a cazar con su escopeta o sus trampas o desciende a las montañas, que se encuentran a 1.100 metros de altura. Y realiza con frecuencia las tres horas de camino entre la selva donde vive y la ciudad más cercana para llegar a las pequeñas tiendas de San Pedro de Colalao, una población turística situada a 120 kilómetros de San Miguel de Tucumán (1.300 kilómetros al norte de Buenos Aires).
Su jornada comienza a las 3 de la mañana, cuando se despierta por el coro de gallinas tras dormir sobre una cama armada con capas de ropa usada y colchones protegidos por plástico. Apenas iluminado por velas, su día comienza cuando aviva la fogata de su cueva con la leña seca. «El fuego es mágico, siempre prende», relata a The Associated Press. En su cueva, todo gira alrededor del fuego que impregna de humo las ropas y deja una capa negra en el techo y las paredes de la caverna.
Se abastece de agua en un arroyo situado a 50 metros detrás de su caverna. «Es el agua más pura, la más rica de todas», asegura.
En San Miguel de Tucumán, Luca se ha convertido en todo un atractivo turístico, una leyenda.
«Nació huérfano: su madre murió al darlo a luz. Mi abuelo lo crio. Siempre quiso vivir solo. Nunca molestó a nadie. Hoy es una leyenda, la atracción principal para los turistas. Personas de todo el mundo suben a visitarlo y hasta los niños de la escuela organizan excursiones para verlo. Le llevan comida y comprueban: el mito existe», explica a The Associated Press Juan Carlos, sobrino de Pedro y residente en San Miguel de Tucumán.
Pedro Luca vivió en el poblado hasta los 14 años, hasta que un día, tras bajarse de un tren que recorría el norte argentino transportando carbón a Bolivia, desapareció. Sólo años después se supo de su nueva morada. «La violencia y el alcohol arruinan al hombre. Prefiero el campo», afirma Luca refiriéndose a aquella etapa. «Ahora mi familia son los ‘bichos»’.
Los animales son su mejor compañía: vive junto a 11 gallos y dos cabras a las que suelta en el monte y regresan por la noche. A veces se encuentra con animales que han dormido cerca de él, protegiéndose de los pumas y tigres que merodean la zona.
«Yo no le tengo miedo. A veces he despertado con víboras de dos metros debajo de la cama», señala.
Su único contacto con la tecnología es una radio portátil que lo acompaña sólo de vez en cuando, cuando la señal de una radio lejana logra atravesar las montañas.
Después de desayunar mate con bollos, Pedro Luca inicia su aseo personal: se empareja el bigote con la navaja, afila sus uñas y envuelve la cara con una bufanda: se pone el sombrero y sale a caminar las tres horas hasta el pueblo. «Compro velas, harina, levadura y maíz para las gallinas», relata.
Una pensión mensual de 100 dólares recibida por correo y la ayuda de lo que le provee la naturaleza, le alcanza para vivir.
«Cada vez que Pedro Luca baja de la cueva, los vecinos lo reciben con los brazos abiertos. Nunca ha tenido problemas con nadie. Es un buen hombre», remarca su sobrino Juan Carlos, quien lo sorprende a mitad de camino con bolsas de comida y carne para hacer un asado. Al saludarlo, Pedro Luca se quita el sombrero y con gusto posterga para la tarde su visita al pueblo.
De regreso a la cueva, hace un asado. Y aunque cuenta con platos y cuchillos para las visitas, él come la carne con la mano y un puñal, aderezándola con un poco de pan y vino mezclado con gaseosa de naranja. «El vino es bueno, pero no para arruinarse», insiste Pedro, cuya salud es la envidia del pueblo. Los estragos del sol se pueden sentir en su cara y sólo cuenta con tres dientes. Pero a pesar de eso su salud es excelente.
«Sólo algunos problemas de vesícula he tenido. En pocos días voy a cumplir 80 años», celebra.
«Nunca me he preguntado por qué elegí vivir aquí. Había otra cueva más allá, pero no me gustaba tanto como esta. A veces pienso que me hubiera gustado conocer el mundo, ir a otros países, cruzar a lugares como Europa. Pero hay mucho mar en el medio y hay que tener tiempo para cruzar el mar», concluye.
DC|AP