Las fuerzas iraquíes han lanzado este lunes la ofensiva para recuperar Mosul, la mayor ciudad bajo la férula del Estado Islámico (ISIS) y desde la que Abu Bakr al Bagdadi proclamó su Califato hace dos años. Es una operación militar de una envergadura sin precedentes desde la invasión estadounidense de Irak en 2003. Pero más allá de los retos que afrontan los generales, lo que se juega en esta batalla es el futuro del propio país de los dos ríos, la capacidad de los iraquíes para mantenerse unidos por encima de las diferencias sectarias y de los intereses de las naciones vecinas que las patrocinan.
“Hoy declaro el inicio de estas victoriosas operaciones para liberaros de la violencia y el terrorismo del ISIS”, ha proclamado solemne el primer ministro, Haider al Abadi, en un mensaje televisado a primera hora de la mañana.
No ha sido una sorpresa. El asalto se preparaba desde antes del verano. En las últimas semanas, las fuerzas gubernamentales han ido cercando Mosul en preparación de este momento. Ayer domingo, la aviación iraquí lanzó octavillas anunciando la inminencia de la batalla y pidiendo a la población que permaneciera en sus casas, a la vez que trataba de tranquilizarla asegurando que no atacarían objetivos civiles.
El portavoz del Parlamento, Salim al Juburi, equiparó la operación a la guerra de 2003 por su tamaño y significado. Los observadores aseguran que se trata del mayor despliegue de tropas iraquíes desde entonces. Cuentan además con el apoyo aéreo de la coalición internacional contra el ISIS, nominalmente formada por 60 países, pero que en la práctica consiste sobre todo de Estados Unidos, con la ayuda de Reino Unido y Francia.
El Gobierno de Irak y sus aliados internacionales esperan que la campaña constituya el golpe decisivo al poder y prestigio que el ISIS ha acumulado en estos dos años y que, como resultado, reduzca su capacidad de reclutar no solo en Irak y Siria, el autoproclamado Califato, sino también en otros frentes como Libia o el Sahel. Al Abadi y sus socios de Gobierno confían además en que la victoria dé apoyo y legitimidad a su mandato, que atraviesa una profunda crisis.
Las expectativas son muy altas. Los riesgos también.
“Me encuentro extremadamente preocupado por la seguridad de los hasta 1,5 millones de personas [que pueden estar] viviendo en Mosul y que pueden resultar afectadas por las operaciones para recuperar la ciudad”, ha manifestado el vice secretario general de la ONU para Asuntos Humanitarios, Stephen O’Brien.
Al peligro de verse atrapados en el fuego cruzado de los contendientes, se suma el de que el ISIS les utilice como escudos humanos o su destino en caso de que logren huir de los combates. Amnistía Internacional publica mañana un informe sobre las violaciones de derechos que han sufrido los escapados de anteriores campañas. Además, los preparativos para acogerlos parecen insuficientes. Según el comunicado de O’Brien, los campamentos ya listos tienen capacidad para 60.000 personas, aunque se están preparando otras 250.000 plazas.
Algunos analistas militares ven demasiado aventurada la operación, tanto por el elevado peligro de víctimas civiles como por la naturaleza del enemigo, cuya ideología mesiánica no pone límites ni a la brutalidad ni al nivel de destrucción.
“Hubiera tenido más sentido mantener la cautela y continuar la guerra de desgaste”, opina Brian Downing. Este experto en cuestiones de seguridad considera más efectivas las operaciones de sabotaje que las fuerzas especiales y de contrainsurgencia estaban llevando a cabo en la ciudad, y que ya estaban minando las filas del ISIS.
Pero los retos miliares palidecen al lado de los políticos. La propia composición de las fuerzas (una amalgama de soldados, policías, milicias kurdas, chiíes y suníes), ya da una idea del desafío que supone gestionar los múltiples intereses contrapuestos que se plantean en Mosul. Si bajo las batallas precedentes contra el ISIS en Faluya, Ramadi o Tikrit subyacía el enfrentamiento sectario entre árabes suníes y árabes chiíes (y por extensión el recelo de los países árabes hacia la influencia de Irán en Irak), ahora entran en escena las ambiciones kurdas y la interferencia turca para evitar que se contagien a su territorio.
“Cada una de las partes ve Mosul como vital para sus intereses a largo plazo”, escribe Hassan Hassan, investigador del Tahrir Institute for Middle East Policy y coautor de ISIS: Dentro del Ejército del Terror.
Las autoridades de la Región Autónoma de Kurdistán repiten a menudo que no tienen aspiraciones territoriales sobre Mosul, y la provincia de Nínive de la que es capital, aunque no esconden que van a mantener su presencia en las zonas que se apropiaron tras la entrada del ISIS y que esperan un gobierno provincial favorable.
Turquía, por su parte, está utilizando la existencia de la minoría turcomana como excusa para estar presente en un conflicto que le permite además plantar cara a Irán, cuya influencia en el Gobierno iraquí se ha incrementado a través de las milicias chiíes formadas tras la irrupción del ISIS. Para ello no solo ha estacionado tropas dentro de Irak, desatando un grave rifirrafe diplomático con Bagdad, sino que ha financiado y entrenado una milicia, la Guardia de Nínive, bajo mando del controvertido anterior gobernador, Atheel al Nujaifi, un árabe suní cuya familia ha dominado la política local durante décadas.
De momento, la estrategia anunciada parece haber tenido en consideración esas sensibilidades. Una vez más son las unidades antiterroristas, la llamada División de Oro entrenada por Estados Unidos, las que actúan de punta de lanza de la ofensiva con el respaldo del Ejército, la policía federal y miembros de las tribus locales. En principio, tanto los peshmergas kurdos como las Unidades de Movilización Popular (milicias chiíes) deberían permanecer en la retaguardia y no entrar en la ciudad.
Incluso si mantienen el pacto y logran la victoria, no está claro cómo el débil Gobierno de Al Abadi va a lograr conjugar esos intereses contrapuestos. O si, la recuperación de Mosul solo desatará el principio de la desintegración de Irak.
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