«Hay una tradición en este país. Uno de los orgullos de este país es la transición pacífica del traspaso de poderes que, no importa entre quiénes ni cuán dura haya sido la campaña electoral, el perdedor concede al ganador (…). ¿Está usted diciendo que no quiere comprometerse con este principio?». No era Hillary Clinton quien hablaba, ni ningún otro rival del candidato republicano. Era el sorprendido moderador del último debate presidencial, el destacado periodista Chris Wallace, de la conservadora cadena Fox, quien intentaba ratificar la insolencia del «outsider», dispuesto a no reconocer el resultado electoral del 8 de noviembre. No era la primera, pero sí la mayor ofensa a la tradición electoral estadounidense, desde que se lanzara a la carrera electoral hace más de un año. El magnate no se arredró tras su primer jaque: «Lo diré en su momento. Mantengo el suspense». Menos de 24 horas después, la amenaza se hizo más consistente. Con un sarcasmo que habría encandilado a su 30% de fieles seguidores, se declaró en rebeldía: «¡Aceptaré el resultado de la elección presidencial… si gano!».
La lectura del penúltimo órdago de Trump ha sido unánime. Expertos neutrales, asesores de ambos candidatos, medios de todas las tendencias, concluyen que cuestionar el mayor pilar del sistema, además de un desatino, es el error definitivo, el que ha condenado al millonario a la derrota el 8 de noviembre. Las encuestas siguen ampliando su distancia con Hillary Clinton. Pero en su entorno aún se mira de reojo a la sorpresa del Brexit (salida de Reino Unido de la UE), que terminó volteando las encuestas en un espíritu de similar asalto al sistema establecido.
Derecho a la impugnación
En su particular carrera por legitimar cada uno de sus desafueros, Trump y su entorno han encontrado su precedente excusatorio en la querella judicial que mantuvieron durante 36 días Al Gore y George W. Bush en 2000, con el recuento de votos en la disputada Florida, que la Corte Suprema resolvió en favor del republicano. Pero nadie ha negado al controvertido sucesor de Bush el derecho a la impugnación. De hecho, hay una regla no escrita que valida esa opción cuando la diferencia entre ambos candidatos se sitúa en torno a medio punto o menos, algo que puede ocurrir en varios estados. Pero, en su desmedida afición a la hipérbole, Trump ya se ha encargado de repetir que hay «millones y millones de votantes en el registro que no han sido controlados».
Inquietud por la violencia
Su ruidosa llamada a la vigilancia de mesas y urnas a sus apoderados, que, como este corresponsal comprobó en persona durante la última convención republicana, siguen las instrucciones manu militari, ha desatado la inquietud sobre posibles conatos de violencia durante la noche electoral. Extremo que dependerá en gran medida de cómo se comporte el candidato.
El argumento de Trump se basa en que a Hillary Clinton, acusada de utilizar un servidor privado durante su etapa de secretaria de Estado, con el que gestionó correos electrónicos después «clasificados» por los servicios secretos, «no se le debía de haber permitido presentarse a las elecciones». Con apelativos como «corrupta» y «asquerosa», el magnate lanzó en el segundo debate otro exceso, que se compadece poco con la división de poderes: «Si soy elegido presidente, impulsaré una investigación para que vayas a la cárcel».
Claro que, cuando irrumpió en las primarias republicanas en el verano de 2015 llamando «violadores» y «drogadictos» a los mexicanos que cruzan ilegalmente la frontera, los augurios no eran buenos.
DC|ABC