Durante más de un siglo, generaciones de fanáticos de Chicago deambularon de manera errática por los desiertos del béisbol antes de que este equipo del 2016 les abriera de golpe las puertas de la Tierra Prometida de las Grandes Ligas.
Los Cachorros son campeones de la Serie Mundial y no se trata de un chiste sacado de una película de Hollywood sino de un hecho que todavía algunos se resisten a creer; los Cachorros están en la cima del mundo y nada ni nadie podrá bajarlos de ese pedestal que ellos mismos erigieron.
En una noche de drama a torrentes, Chicago conjuró todos los exorcismos posibles para vencer 8-7 en extra innings a los Indios en el Séptimo Juego de un Clásico de Octubre que será guardado en la memoria colectiva del público, como si se tratara de una rara joya, un objeto de veneración.
La historia no puede ser más benévola con este grupo de jugadores que destrozó la maldición de maldiciones y le devolvió a sus estoicos aficionados el rayo de luz que se les debía desde 1908.
Pase lo que pase, serán héroes de una ciudad repleta de sufrimientos y decepciones. No había nada más parecido a un masoquista que un seguidor de los Cachorros, quintaesencia del perdedor empedernido, de quien sigue abrazando una bandera, una idea por estériles que sean, y encuentra sentido en el dolor repetido hasta el cansancio.
Chicago nunca flaqueó en los tiempos malos que fueron casi todos los tiempos, llenando el estadio Wrigley Field en un ejercicio colectivo de autoflagelación, pero con una fe digna de aquellos primeros cristianos mirando de frente a las bestias en el circo romano.
“Estoy hecho un manojo de nervios’’, le había confesado en medio del crucial juego el inicialista Anthony Rizzo al veterano catcher David Ross, quien le aconsejaba calma al estelar primera base: “trata de ser tú mismo, otra cosa no tiene sentido que pase en este momento’’.
Pero Ross no fue el mismo, a pesar de sus 39 años, tras pegar un jonrón contra el temible relevista zurdo de los Indios Andrew Miller, ni Dexter Fowler ni el segunda base boricua Javier Báez fueron los mismos luego de sacar pelotas del parque, ni Jon Lester después de su inusual relevo.
Y qué decir de Ben Zobrist vestido de héroe con su doblete en la 10ma entrada. Y un Aroldis Chapman que fue de la pena a la euforia en solamente cuestión de minutos.
Lo mejor no es que la novena de Chicago le arrancó una Serie Mundial a unos Indios que estuvieron tan cerca de ser ellos los elegidos de la gloria, sino que ahora, libres de tradiciones y pecados, pueden enfrentar el futuro con esa liviandad de las almas limpias.
Cleveland también posee un equipo lleno de jóvenes promesas y su manager, Terry Francona, quien ya ayudó a romper otra gran maldición, la del Bambino en Boston, quizá pueda poner fin a la sequía de éxitos de los Indios que data de 1948 cuando cayeron en seis juegos ante los Braves de Boston.
De este modo, el batón del sufrimiento ha pasado de unas manos a otras y Chicago se lanza a las calles en una fiesta innombrable y total, como si fuese una nación a punto de recibir carta de soberanía y no le importase el siglo de espera ni las exasperaciones y los gemidos.
Los Cachorros son campeones de la Serie Mundial y parece un sueño, pero es una verdad rotunda que contempla el destierro, de una vez y para siempre, del fantasma de la cabra, el adiós a la maldición y el advenimiento de una nueva era.
DC|ENH