A muchos sorprendió la designación de Tarek William Saab, como Defensor del Pueblo en el pasado período legislativo. Cuestionado tan ampliamente hasta por los suyos, su gestión como gobernador del estado Anzoátegui resultó no sólo desastrosa, sino – también – finalmente ridícula.
Lo impuso la profunda amistad con Nicolás Maduro, quien asomó la carta en esa silenciosa y cruda pugna de poder que escenificaron las otras tendencias. Además, lucía aconsejable, pues, se trataba de confiar en las naturales habilidades políticas del otrora abanderado de los derechos humanos para sortear las secuelas de las oleadas represivas de un gobierno que siempre las supo interminables.
Habilidad reducida al mero ejercicio retórico, la gestión de Saab podemos sintetizarla con la postura asumida en los últimos días, abiertamente indiferente ante la desproporcionada represión de la justa y legítima protesta ciudadana, incluido el uso de gases tóxicos. Las actuaciones de la GNB, de la PNB y de los colectivos armados, cuentan con una criminal indiferencia del Defensor del Pueblo.
La interposición de una denuncia ante sus oficinas, constituye toda una temeridad, por escasos o numerosos que fueren los denunciantes. El camino hacia la sede de la Defensoría luce harto peligroso, toda una promesa y una feria de gases y de disparos, que devalúa nuevamente a una institución que alcanzó tan importante jerarquía constitucional.
Habilidad que está confinada a la supervivencia de una de las tendencia del poder en pugna, ya no se molesta en construir una buena falacia o inventar alguna iniciativa que atenúe su responsabilidad, como la de recibir a una comisión de denunciantes o del atrevido apersonamiento en el escenario de los hechos. La Defensoría se ha convertido en toda una formalidad inexcusable para la denuncia de una oposición que la sabe, de un modo u otro, convertida en órgano represivo.
DC / Luis Barragán / Diputado AN / @LuisBarraganJ