Estos tres elementos, leyes, administración y árbitro, son base y firmeza para la distribución, equilibrio y disfrute de la vida pública y privada. Sin embargo, la pelea del hombre es de siempre y por siempre. El cree que es dueño de todo y que puede disponer, a como le venga en gana, de su voluntad. Digamos que eso es humano pero no aceptable; además, es fácil porque él lo ve y lo siente cerca y suyo, así como el aire libre que te pega y no lo ves. Pero eso no dio, ni dará resultados. En efecto, al vecino de al lado más temprano que tarde le gusto la tierra del otro vecino y, peor aún, le gusto también su mujer. A la larga, sin razón o con ella, se impulsan diferencias que se convierten en conquistas, o desaires, o reveses, pero igualmente estimulan las debilidades del hombre tales como: la codicia, la vanidad, el poder o la guerra doméstica, o de grupos dentro de la sociedad.
Años antes de la toma de La Bastilla y la Revolución Francesa, y el apogeo de J.J. Rousseau y su contrato social, a un buen hombre, o mejor, a un filósofo, se le ocurrió proponer organizar a su pueblo y, con eso, a su estado o país. En efecto, pensó que los hombres, por sí solos, no alimentan mucho el ponerse de acuerdo y, peor, no proponen, por voluntad propia, disciplina o normas para la vida en comunidad. Propuso, entonces, que esos estados estén divididos y manejados por tres poderes. Con eso, ponía a trabajar a los ciudadanos en formarse para lo cívico, para la ciudad. Así surgieron, el Poder Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Cada división de los poderes tenía que ser separado e independiente, de suerte, modo y forma que cada uno tenga sus funciones para obrar, sin mediadores, en la mejor función para el beneficio del país y cuya clave de convivencia seria el sistema de equilibrios que impidiera que ninguno pudiera degenerar en despotismo. Eso fue lo básico y lo importante. De allí se desprendió la transcendencia del estado como esencia, fuerte y natural, del origen de cada unidad de mando. No obstante, faltaba algo más. ¿Cómo encauzar u organizar esa masa para dirigirla, si cada quien deseaba ser gobernador o presidente en ese estado llamado república?
Pues bien, Montesquieu, el analista e inventor de todo esto, pensó que la forma, expedita y real para una organización plural y legitima, era establecer un sistema llamado democracia (Demo=pueblo, cracia=gobierno, nacido en Atenas, antigua Grecia) edificado sobre la virtud cívica del pueblo, que el Sr. Montesquieu identificaba con una imagen idealizada de la Roma republicana. Entonces, ya no se podía pensar ni asegurar que cada quien hiciera las cosas a su antojo, sino que existe una norma que seguir y respetar. En ella se establecen las reglas de juego y los plazos, y nadie puede salirse de eso. Para ello, los ciudadanos y los gobiernos del mundo han creado herramientas con un conjunto de ideas, mediciones, reglamentos y constituciones que le dan vida y seguridad. Esos elementos de control son vinculantes (ONU (1945), la OEA (1948), CELAC (2011)) y todos importantes, aunque de difícil manejo, no por los dimes y diretes de los hombres porque al final ceden, si no, por la dificultad de referir y aplicar la verdad.
A estas alturas todo está bien. Pero que sucede cuando los gobiernos y sus dirigentes no cumplan las leyes? Sencillamente se anarquiza la república. Por un lado, hay que recodarles a los jefes que el gobierno es suyo, mas no el país. Hace pocos días se lo recordaron al Presidente Trump. Si los dirigentes no entienden eso, entonces, les caen encima las leyes y los acuerdos en contrapartida a las exageraciones con agravantes de muertos y desmanes. Todo por no cumplir las leyes interna y externamente.
Luego, lo sabio, en el caso Venezuela que nos atañe, es sacar al país adelante tan solo convocando a las elecciones inmediatas de alcaldes y gobernadores, y, si quieren ser grandes y prudentes, deben llamar a elecciones generales que incluyan a la Asamblea Nacional. Lógicamente, ese llamado debe venir de una institución electoral saneada para que pueda tener fuerza y vigor.
Esta historia es sencilla pero verdadera y exigente. La viveza en la política ya no se usa o despliega. Los pueblos cada día aprenden más que sus líderes, a quienes no les deja ver con claridad su soberbia y sectarismo. Por otro lado, el dirigente debe observar, como principio, que el pago por favores políticos no hay nada que los obligue a cumplir, por tanto, nunca se cumplen íntegramente. Para finalizar no resistimos la idea de anotar lo siguiente: la viveza, como acto de inteligencia y coyuntura, es válida, pero la mentira, tratando de engañar al otro, es imperdonable entre hombres republicanos y caballeros. Los hombres hemos sido creados para aplicar y sostener la verdad.
DC / Luis Acosta / Artículista