Son muchos los argumentos que se han esgrimido en torno al dilema diabólico como acertadamente lo define Allan Brewer Carías, planteado a la oposición por las elecciones regionales: Inscribir o no inscribir candidatos. Hay argumentos poderosos en favor de ambas posibilidades. Después de sopesarlos con la mayor amplitud de espíritu, mi conclusión es que la oposición no debe participar en ese proceso, diseñado por el Gobierno con la única finalidad de dividirnos y, en ningún caso, para permitir que los estados escojan libremente a sus gobernadores en el marco de un federalismo en el que no creen, ni que el pueblo exprese su voluntad por la vía del voto
Expongo mis razones:
La instalación de la Asamblea Constituyente, producto de un insólito pero esperado fraude constitucional, evidencia un cambio sustancial en la política venezolana. Tendremos, para los próximos dos años, según anunció Nicolás Maduro, un superpoder absoluto que puede, de un plumazo, acabar con todos los demás, tomar las decisiones que se le antojen y derogar la Constitución. Nadie puede negar que la disolución de la Asamblea Nacional y la destitución de la Fiscal General son una posibilidad inminente. El interés del Régimen, consciente de que ha perdido el apoyo del pueblo venezolano, nunca ha sido modificar una Constitución, que ha venido violando y desaplicando sistemáticamente, sino asumir, por la vía de la ANC, el poder sin límites ni control alguno. Para ello, acaba de instrumentar el fraude electoral más importante que conozca nuestra historia.
Sentada esta premisa, si ella es aceptada, saco las siguientes conclusiones:
Mientras esté gobernando Nicolás Maduro, no volverá a haber en Venezuela elecciones libres. La elección fraudulenta del 31 de julio se hizo para consolidar la dictadura arropada ahora por el manto de una “legitimidad electoral” expresada por ocho millones de venezolanos que nunca existieron. El Gobierno no perderá más elecciones. Sencillamente no habrá más consultas populares o si las hay, serán igualmente fraudulentas.
Se argumenta que el fraude pudo efectuarse porque, al no participar la oposición, por razones que nadie objeta, el CNE pudo obviar los controles normales en una elección democrática y que la presencia de testigos hubiese evitado la manipulación electoral. Eso pudo ser cierto en las elecciones parlamentarias del 2015, pero no debe olvidarse el evidente intento de manipular los resultados que sólo fracasó por la intervención de la Fuerza Armada Bolivariana. Cuando las dictaduras convocan elecciones y, como consecuencia de ellas son derrotadas, es porque cometieron un error de cálculo. Augusto Pinochet creía que iba a ganar el plebiscito en Chile y cuando lo perdió trató de desconocer el resultado, lo que no pudo hacer debido a la intervención militar. Las elecciones no son ajenas a las dictaduras. Las hay en Cuba y en Nicaragua, las hubo en República Dominicana en tiempos de Trujillo, en Venezuela cuando Pérez Jiménez, en la Europa Oriental antes de la caída de la cortina de hierro y casi todas las dictaduras. ¿Habrá alguna razón para creer que nuestro dictador sea una excepción y que esté dispuesto a permitir que el pueblo se exprese y a acatar lo que éste diga? Debe recordarse que, a pesar de haberlo prometido, Nicolás Maduro nunca permitió revisar los resultados de las elecciones del 2013 cuya validez no fue examinada por el Tribunal Supremo de Justicia, al no oír los argumentos presentados por quien muy seguramente había ganado los comicios, Henrique Capriles Radonski.
El 30 de julio, el alto mando militar avaló el fraude no porque fue engañado sino porque era parte del mismo. La casi totalidad de la Fuerza Armada, por la vía del Plan República, fue testigo de la inmensa abstención electoral, de la ausencia de los controles destinados a impedir la manipulación del voto, de la publicación de los resultados y de la adjudicación de cargos sin base alguna. Y, sin embargo, los altos mandos obligaron a los soldados a actuar con criminal complicidad. Falta saber qué piensan los demás integrantes del estamento militar que vieron los centros de votación vacíos, presenciaron el voto múltiple, así como la criminal coacción que se ejerció sobre los electores, basada en el hambre y en la amenaza de perder el empleo u otro beneficio social.
No es válido entonces argumentar que “éste es el mismo CNE del año 2015” y que en aquella fecha “lo obligamos” con nuestra presencia en las mesas a reconocer la derrota del gobierno. Cierto, son las mismas personas las que integran la máxima autoridad electoral, pero la motivación y las órdenes que recibieron el 30 de julio y serán, de ahora en adelante distintas. No niego en ninguna forma el desempeño histórico de los testigos, de los miembros de mesa y de toda una estructura electoral cuyo esfuerzo fue importante pero no determinante en forzar al gobierno a aceptar los verdaderos resultados.
Se argumenta que la oposición debe limitarse, por ahora a inscribir candidatos y que sólo participaría si se le dan claras garantías de respeto a la pureza del sufragio. La respuesta a este argumento es muy sencilla: Si, por algún milagro, la dictadura llega a aceptar dar garantías reales de realizar elecciones libres, en ese momento, se le exigirá un nuevo lapso de inscripción de candidatos.
Se dice también, y este planteamiento pudiera tener mucho peso, que si la oposición inscribe candidatos no habrá elección pero que si no lo hace los comicios serán convocados de inmediato y serán “ganados” por el Gobierno. Esto es, muy posiblemente, cierto. Pero cabe preguntarse: ¿será una victoria del chavismo “ganar” otra elección con una altísima abstención? ¿Ganó Maduro la elección del pasado 30 de julio? No sólo Venezuela, sino el mundo entero, supo que se produjo un descomunal fraude electoral. Con victorias así, el régimen no necesita derrotas. Tampoco es válido el argumento de “no perder espacios”. ¿Para qué sirven, en el supuesto negado de que se reconozca el resultado de la elección, unas gobernaciones privadas desde hace mucho tiempo de las pocas atribuciones que la Constitución les concedía, carentes de dinero por la ilegal retención del situado, con sus policías regionales intervenidas y con la instauración de autoridades paralelas como ocurrió en Caracas después de la elección del heroico Alcalde Antonio Ledezma, en el Estado Miranda y en tantos otras ciudades cuyos mandatarios han sido destituidos y muchos de ellos presos o perseguidos.
Se alega también que no se debe abandonar el voto que es el único instrumento que tenemos los demócratas para la acción política. Esto fue cierto cuando el sufragio tenía valor. Después del fraude ya no lo es. Los medios de acción que quedan para actuar contra la dictadura son la protesta en la calle, que no tiene por qué ser diaria y que debe excluir trancazos anárquicos autodestructivos; intensificar la crítica implacable a través de las redes sociales y por las rendijas que quedan en los demás medios de comunicación; instrumentar la desobediencia civil y estimular la presión internacional. La Oposición debe seguir luchando por hacer respetar el mandato del pueblo expresado el 16 de julio y que consiste, no debemos ni olvidarlo ni alterarlo, en “impulsar la renovación de los poderes públicos de acuerdo a lo establecido en la Constitución, y a la realización de elecciones libres y transparentes, así como la conformación de un gobierno de unión nacional para restituir el orden constitucional” (resaltado mío). La fuerza de ese mandato reside en el respeto a la Constitución en la cual no se contempla la designación de gobiernos paralelos sino el ejercicio de las potestades que tiene la Asamblea Nacional y el desconocimiento de los usurpadores, fundamentado en los artículos 333 y 350 de la Carta Fundamental. Corresponde también seguir llamando a la Fuerza Armada, como se hizo el 16 de Julio, a que cumpla con su juramento de defender y hacer cumplir la Constitución de 1999, que sigue vigente a pesar de lo que diga la espuria Asamblea Constituyente. No debemos seguir engañándonos con la magia de una victoria electoral que no se producirá si no cambian las actuales condiciones. La lucha por esas condiciones forma parte primordial del accionar político democrático. Pero debemos repensar la estrategia, combatir el desaliento, descartar acciones que molestan al pueblo o perjudican a quienes tienen que buscar la comida de cada día. Y por sobre todo reforzar la unidad, mediante amplias discusiones internas y dejando de lado las acciones unilaterales. La crisis económica y social, el hambre, la miseria, la inseguridad seguirán intensificándose e incrementaran el apoyo popular a quienes adversan las políticas equivocadas y el robo sistemático de las riquezas del país.
En cumplimiento del mandato popular debe designarse un nuevo Consejo Nacional Electoral. No se trata sólo de nombrar a los dos rectores cuyo período está vencido sino hacer el nombramiento definitivo de los tres restantes que fueron designados de manera provisional, según el ordinal 7 del artículo 336 de la Constitución por el Tribunal Supremo de Justicia y sólo reconocer al TSJ cuando se incorporen los magistrados legítimamente nombrados por la Asamblea Nacional y hoy en día perseguidos sin haber cometido delito alguno. Al nombrar, de conformidad con la Constitución y el mandato del 16 de julio, un nuevo CNE, mal puede pensarse en participar en un proceso de elección convocado por una autoridad electoral usurpada y jurídicamente inexistente.
Ocurre que al inscribir candidatos en este proceso de elecciones regionales se acata, tácitamente, la autoridad del Consejo Nacional Electoral. No convencen quienes afirman que “inscribir candidatos no es participar”. La postulación de candidatos es la primera fase del proceso eleccionario y, en consecuencia, quien se inscribe empieza a participar. Se legitima, así sea bajo protesta, la autoridad de un árbitro que ya sabemos totalmente parcializado, culpable de innumerables delitos electorales y desconocido por buena parte de la comunidad internacional.
Las consideraciones que anteceden son producto de una muy desapasionada reflexión, después de oír y analizar los argumentos de todos los sectores, en plena consciencia de que, por no estar en Venezuela, se me puede escapar la percepción de algunas realidades. También sé que es demasiado fácil dar consejos y recomendaciones sin correr los riesgos que cada venezolano enfrenta día tras día.
No pretendo descalificar a nadie, ni supongo aviesas motivaciones en quienes piensen distinto, a muchos de los cuales debo inmenso respeto. Sólo les invito, con toda modestia, a reflexionar sobre lo que he expuesto, a discutirlo y al final, a pedir a los líderes que tomen, unidos, la decisión que mejor convenga a los intereses de Venezuela y explicarla con diáfana claridad a los venezolanos. Nos lo piden 157 mártires, miles de presos y miles de heridos y torturados.
DC/A2.1