Cuando cumplimos los 18 años de edad, tuvimos la fortuna de conocer una joven y dulce muchacha que robó nuestro corazón. Trigueña, hermosa, bonita, singular y graciosa. Por su color no podía ser un ángel; su piel canela se presentaba frágil, tierna y encantadora como una virgen morena. Era el año de 1947. El matrimonio era una nota social importante. Formar una familia se tornaba una misión ideal en la vida y destino de todo hombre y, al final, para el país.
Tal futuro se constituía en la preparación efectiva para cumplir con cariño la tarea de labrar y conseguir el mejor porvenir. La visión principal se establecía en los cinco años después de los 18 que se daban para empezar la mayoría de edad. Se vivía con poco pero siempre faltaba mucho. En la parte económica, se tenía la idea de cubrir la alimentación mientras los otros elementos se alcanzaban por añadidura. Por otro lado, arrancaba en el Zulia el crecimiento gestado por la influencia petrolera que dio fuerza y vigor al aumento productivo en Maracaibo formado por el trípode motor: siembra y cría, industria y ahorro.
A los 23 años se había crecido bastante. Los ingresos permitían la contratación de un buen colegio, visto hacia el venir familiar y, con el acuerdo de los dos contrayentes, el optimismo se hizo presente y el matrimonio apareció, como se decía, “por arte de magia”. Esto nos facilitó la decisión de ir al altar nupcial y de comprometer, con amor y esperanzas, la unión conyugal con una criatura bella y sana pero de solo 18 años de edad. Sin embargo, todo “estaba calculado”, y el compromiso doméstico, espiritual, moral y cívico funcionó perfecto desde las primeras de cambio. Era el mes de noviembre del año 1952.
En los primeros quince años, nacieron los cinco pichones de aquel modesto nido de amor y amistad. Los dos palomos y las tres palomas crecieron, se multiplicaron y estudiaron sin parar, tanto que hoy suman 13 nietos y 9 bisnietos y ellos son cinco profesionales. Unos viven lejos, otros viven cerca y los demás están en Venezuela. Es decir, se sembraron para formar universo y para conocerlo. De esta manera, es más fácil entender nuestros problemas y el por qué de copiar lo bueno sin complejos. El viejo Tío Onésimo decía: “dos cosas te llevas al camposanto, los viajes realizados y los conocimientos y estudios que hayas acumulado”. Esto fue formando doctrina en el hogar.
Así pues, el tiempo se ocupó de hacernos felices y, en este sentido, cada día mas. Empero, no es fácil. Lo primero, es entender que la vida es un aprendizaje continuo. Segundo, es necesario ser honesto, no por bobo sino por conveniencia. A la larga te das cuenta que el respeto, la hidalguía y la salud mental y física valen mucho, pero mucho, más que el dinero. En efecto, para tomar whiskey bueno no se necesita tanto. Tanto así, que con pocos bolívares lo alcanzabas. Igual para viajar. Orden y programa, disciplina y austeridad. Esto es difícil pero posible. Por otra parte, los viajes conviértelos en un propósito de vida.
Todo esto para compartir con nuestros lectores, y amigos en general, la felicidad absoluta lograda entre Carmen Cecilia y Luis Ramón, el suscrito, que fue perseguida por actitudes de vida sin malicia, nada de envidia y mucho de trabajo y generosidad. Hoy a los 65 años de matrimonio sin interrupciones, llenos de goce y satisfacciones, estamos, en los 88 y 83 respectivamente, contentos y firmes en mantener nuestro compromiso hasta llegar sobrepasar los 100 años ¡si la salud lo permite y Dios nos los da!
Gracias al periódico por dejarnos especular un rato, contando y enseñando un poco de pasos de nuestra vida matrimonial que muchos disfrutes nos ha dado.
DC / Luis Acosta / Articulista