Estos ya no son los All Star Game de antaño y no lo serán por mucho que queramos derribar la realidad a cabezazos. La paradoja es que los debates sobre cómo arreglarlo/mejorarlo/corregirlo lo mantienen extraordinariamente vivo. Es probable que tratemos de rejuvenecer el All Star para intentar rejuvenecernos a nosotros mismos. Y es imposible. Son otros tiempos, es otro mundo. Los primeros partidos de las estrellas que llegaban a España parecían hacerlo a través de una señal imposiblemente lejana. Todo parecía inalcanzable porque, además, a algunos de aquellos jugadores apenas les veíamos jugar esa noche. Leíamos sobre ellos en las revistas, recopilábamos información, imaginábamos… Recuerdo que a mí me pasó con Tom Chambers, imagino que en 1989. Ahora podemos ver todos los partidos todas las noches, estamos híper conectados y ultra saturados de información: datos, imágenes, opiniones, sonidos. El All Star Game no puede significar lo mismo para los que hemos vivido todo el proceso, mucho menos para los más jóvenes que solo han vivido en este mundo. El instantáneo.
Lo que quiero decir es que quizá al All Star Weekend, y no solo por nostalgia, no le podemos pedir que signifique lo que significaba. O lo que creíamos que significaba. Pero sigue siendo un gran espectáculo. Sobre el terreno, puedo jurarlo. Es pura diversión que extiende su onda expansiva por los alrededores del pabellón, esta vez el lujoso Staples Center de Los Ángeles, al lado de Hollywood y en una de las ciudades del mundo en las que más profundo es el significado de la palabra baloncesto, del playground al viejo Forum. La NBA presume de buena salud y musculatura en perfecto estado de revista, vende su producto y exporta unos sueños que siguen siéndolo aunque los tengamos más a mano. Desde dentro se respira una sana sensación de indulgencia. Es febrero pero brilla un sol radiante en L.A. Y la NBA está en, probablemente, el mejor momento de su historia. También en la pista: si se reúne a los participantes en el Rising Stars Challenge y a los que jugaron el All Star Game se obtiene un volumen de talento que quizá nunca haya tenido la liga en términos de profundidad y diversidad. Tan cerca de Hollywood que parece una película de super héroes. Así tiene que ser.
A partir de ahí, es obvio que el concurso de mates pasó años oscuros y que en los últimos ha repuntado, a la cabeza ese LaVine-Gordon de 2016 que es el Jordan-Wilkins de esta generación y posiblemente más que eso. Y era obvio que el All Star Game había confundido camaradería y espectáculo con una laxitud tóxica. Hasta tal punto que Chris Paul, que está al frente de la asociación de jugadores, llamó a Adam Silver con el 192-182 del año pasado en Nueva Orleans todavía caliente y le dijo que había que hacer algo. Ese algo, en parte solución y en parte aperitivo de un borrado de fronteras que acabará afectando a los playoffs, metió al All Star en una nueva era: en su 67ª edición desapareció el duelo Este-Oeste y se pasó al partido de capitanes y sus equipos elegidos casi a pares o nones. Un concepto que evolucionará en próximos años, seguro, y que puso al frente a LeBron James y Stephen Curry. La rivalidad que explica la actual era de baloncesto. Pero sigue siendo la NBA y sigue siendo el All Star Game. Y por si había dudas, en primera fila estaban sentados juntos Bill Russell, Kareem Abdul Jabbar y Jerry West. Viendo jugar a sus descendientes, los que nacieron de su sangre. En los cimientos de todo lo que significa y ha conseguido la NBA están ellos.
También aumentaron los premios por ganar (100.000 por cabeza, 25.000 para los perdedores) y todo (formato, premios, reuniones previas) ayudaron a que, efectivamente, el All Star recuperara una sensación de partido (amistoso, pero partido) que se había esfumado en el camino de Toronto a Nueva Orleans. Hasta tal punto se había convertido esta en una cuestión capital que, el mundo al revés, se celebraba que las anotaciones fueran por debajo de la media del último lustro: 42-31 (para el Team Stephen) en el primer cuarto por el 48-53 para el Este de hace un año: 28 puntos menos. De hecho, hicieron falta más de 30 minutos para que, hacia el final del tercer cuarto, un equipo (el Team Stephen otra vez) llegara a 100 puntos. Y el Team LeBron ganó con 148 puntos (148-145), el mínimo de un vencedor desde 2013.
Los dos bandos, sobre todo el de un LeBron especialmente interesado (en estarlo y que se supiera que lo estaba) pusieron una mínima (y creciente) atención en defensa, atacaron con conceptos reconocibles, recuperaron con buen ritmo para defender, hicieron algunas faltas de brazo fuerte… Por supuesto hubo una lluvia de triples (estamos en 2018) y hubo una buena colección de highlights. Pero fue mucho más aseado, más reconocible: mejor. Sazonado con una excelente parafernalia en cada parón y con una gran actuación en el descanso (Pharrell Williams y N.E.R.D. con ayuda de Migos) que arregló una presentación con demasiada sobreproducción hollywoodiense, un empacho muy indigesto de Kevin Hart y una (fallida) interpretación del himno por parte de Fergie que, por decirlo de la forma más suave posible, no mejoró la maravillosa revolución rhythm and blues de Marvin Gaye, en 1983 y en el viejo Forum.
Westbrook y Durant intercambiaron charla amistosa antes del partido, Anthony Davis jugó en el primer cuarto con la camiseta de DeMarcus Cousins (su compañero en los Pelicans, lesionado de gravedad), LeBron volvió a compartir quinteto con Kyrie y hasta tuvimos el ansiado final igualado (144-144 en el último minuto) en el que se coreaban tanto como los triples y las asistencias vertiginosas las faltas para parar contragolpes o una revisión en vídeo de los árbitros. Así estaba la cosa. El Team Stephen mandó siempre pero se esfumó al final porque funcionaron mejor Lillard, DeRozan y Embiid que los teóricos líderes, Curry y Harden especialmente (9/33 entre los dos). Jimmy Butler, que habría estado en su salsa en esas últimas posesiones con pinta de fuego real, ni jugó por… ¿Descanso?¿una mala noche?
El Team LeBron, mucho más implicado por lenguaje corporal, remontó en los últimos minutos con una defensa seria y un quinteto que conviene releer varias veces: Paul Geore, Kevin Durant, Kyrie Irving, Russell Westbrook… y LeBron James, el padrino de esta generación de jugadores, un rey cada vez más cómodo en su trono y un justo MVP, el tercero en un All Star y el primero desde 2008: 8 asistencias, 10 rebotes y 29 puntos, con la cuenta de máximo anotador histórico del evento ya en 343. Los minutos finales ribetearon el éxito finalmente rotundo del nuevo formato y cerraron con muy buen sabor de boca un muy buen fin de semana de NBA en Los Ángeles. Salud de hierro y lluvia de estrellas. Espera Charlotte 2019 con las cosas en su sitio y LeBron James al timón. Todo irá bien.
DC / AS