El décimo mandamiento proscribe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenales. Condena el deseo desordenado nacido de lo pasión desmedida por las riquezas y su poder. Prohíbe también el deseo de cometer injusticias mediante las cuales se dañaría al prójimo en sus bienes temporales. Son muchos, en el mundo, los que se enriquecen mientras que ponen a otros a pasar hambre.
Los dictadores siguen enriqueciéndose y llevando una vida de lujos a costa del sufrimiento de los ciudadanos más pobres. Una vez que los poderosos toman el mando, el círculo se cierra y se comportan con un agresivo lenguaje verbal y son muy poco condescendientes con los demás. Al mismo tiempo, se arrogan el derecho de decidir los destinos de todos, dirigir las discusiones y buscar los aliados que más le convienen, aquellos que les ayudan a perpetuar su estatus.
El exterminio del lujo y sus usufructuarios fue uno de los objetivos que los revolucionarios escribieron en sus banderas. Georges Bataille fue quien llevó hasta sus últimas consecuencias la interpretación filosófica del lujo, dijo: “La historia de la vida en la tierra es sobre todo el resultado de una exaltación desaforada: el acontecimiento dominante es el desarrollo del lujo, la creación de formas de vida cada vez más costosas”. “No necesitamos compartir la metafísica de Bataille para darle razón en un punto, vale decir: a pesar de la pobreza, no ha existido una sociedad humana que haya vivido sin lujo”, dice el escritor alemán, Hans Magnus Enzensberger.
“Al parecer, una disputa de 2 mil años se ha agotado”, sostienen muchos teóricos de la sociología. La opulencia parece haber vencido a sus adversarios, al cubrir vastas superficies en Oriente y Occidente. La discusión sobre el lujo en la Francia del siglo XVIII, permitió al abad Coyer escribir un célebre panfleto: “El lujo se parece al fuego, puede calentar de igual modo que consumir. Si, por un lado, puede destruir las casas de los ricos, por el otro, mantiene con vida nuestra industria manufacturera. Devora la fortuna de los opulentos, pero alimenta a nuestros trabajadores… Si uno quiere poner en entredicho nuestras sedas de Lyon, nuestros herrajes de oro, nuestras joyas, veo venir graves consecuencias: millones de brazos se quedarían sin trabajo, y muchas voces se levantarían pidiendo pan…”. Parece que esta frase del abad, le escuece a muchos que se dicen ser socialistas.
En El espíritu de las leyes, Montesquieu fue más breve: “Sin lujo”, dice, “no se puede vivir. Si los ricos no derrochan su dinero, los pobres mueren de hambre”. Y Voltaire reduce el problema a un aforismo: “Lo superfluo ha sido siempre algo muy necesario”. Una enciclopedia de 1815, afirmó: “teniendo en cuenta este cuidado, el lujo es no solo muy útil y necesario al facilitar el bienestar físico de los individuos, sino también porque puede llegar a extenderse entre el mayor número de individuos, y de este modo trabaja contra la desigualdad de la riqueza que tanto perjudica el bienestar nacional”.
Nadie puede asegurarnos que el aire que respiramos no se encuentre contaminado, ni que no apeste el agua que bebemos. Es un privilegio del que participan cada vez menos seres humanos. Quien no sea producto de la generación espontánea debe pagar más caro alimentos que no estén envenenados. Posiblemente el más precario de todos los bienes de lujo sea la seguridad. Si el Estado no puede garantizar la seguridad, crece la demanda y los precios se van al cielo. La abundancia, en manos de unos pocos, ha llegado a un nuevo estadio de su desarrollo, en el cual debe negarse a sí misma. “La respuesta a esta paradoja sería una nueva paradoja: el minimalismo y la renuncia podrían resultar tan escasos, valiosos y deseados como antes el derroche ostentoso”, dice Enzensberger.
DC / Noel Álvarez / Coordinador Nacional IPP-GENTE / noelalvarez10@gmail.com / @alvareznv