En una noche húmeda reciente en la ciudad fronteriza colombiana de Cúcuta, una mujer venezolana envolvió a su recién nacida en una pálida cobija amarilla y la dejó con una nota junto a un automóvil estacionado cerca de un estadio donde se realizaba un día de campo de una secundaria.
«Soy venezolana y no tengo como mantenerla”, escribió en un papel cuadriculado con un borde color rosa con corazones, huellas de animales y flores. “Tiene 4 días de nacida y se llama Ángela».
Aproximadamente una hora después, otra mujer, su hijo y un amigo adolescente salieron del estadio y escucharon a la bebé llorar. Rastrearon el débil gemido y vieron que provenía de donde estaba el automóvil, justo cuando el conductor encendía el motor, peligrosamente cerca de golpear a la niña.
“¡Detente!”, gritaron.
La mujer recogió a la bebé del piso, y posteriormente le dijo a la policía que podía ver hormigas que subían al cuerpo de la recién nacida. Los agentes llegaron en cuestión de minutos y la llevaron a un hospital cercano. Los médicos vieron que su cordón umbilical había sido cortado adecuadamente y suturado, lo que indicaba que había nacido en un hospital.
Pero fuera de esa nota, en la que la madre decía que era venezolana, no había nada para identificar a la bebé, que empieza su vida en medio de un éxodo desde Venezuela en el que cada vez más los niños están convirtiéndose en víctimas de abusos, desnutrición e incluso abandono.
«Es lamentable que la mamá de la niña haya tomado esa decisión”, dijo el mayor Amaury Aguilera, el agente que supervisa la investigación. “Pues simplemente, con esa frialdad, se puede decir, simplemente abandonarla».
A medida que cada vez más venezolanos huyen del desplome económico de su país y de un gobierno dictatorial, está haciéndose evidente una sombría consecuencia entre los más jóvenes de los recién llegados a Colombia: los niños están durmiendo en las calles, padecen hambre e infecciones no atendidas, y en ocasiones están siendo atraídos hacia el trabajo sexual.
Más de 500 niños venezolanos han sido detenidos en Colombia, según documentos gubernamentales. La policía de Cúcuta suele entregar uno o dos niños diarios a la agencia de bienestar infantil del país, donde posteriormente muchos son colocados en hogares donde se les acoge. En la mayor cocina para indigentes de la ciudad, algunos padres han tratado incluso de regalar a sus hijos.
Rosalba Navarro, una monja de la arquidiócesis de Cúcuta, dice que en varias ocasiones las madres le han insistido: «Ayúdeme al menos a tener los hijos mayores porque no tengo donde tenerlos».
Más de un millón de venezolanos han huido a través de la porosa frontera con Colombia en menos de dos años, muchos de ellos niños pequeños. Un censo reciente halló que, de los aproximadamente 442.500 migrantes venezolanos que viven ilegalmente en Colombia, aproximadamente una cuarta parte son menores de edad, y el 10% tienen 5 años o menos.
«Los migrantes en mayor cantidad son los jóvenes”, dijo Belén Villamízar, una abogada que trabaja en Cúcuta con la agencia de bienestar infantil de Colombia. “Ellos son más arriesgados. Vienen con niños».
El creciente flujo de personas está generando tensión en el ya de por sí presionado sistema de bienestar infantil en Colombia, donde décadas de guerra, pobreza y conflicto social han dejado a incontables niños víctimas de abandono, abuso sexual y reclutamiento por parte de grupos armados ilegales.
Muchos venezolanos han efectuado largos recorridos a pie y en autobús cuando llegan a Cúcuta, una ciudad en las montañas donde su patria puede verse fácilmente desde la cumbre de sus colinas. Con frecuencia portan menos de un dólar en los bolsillos, si es que traen algo, y llevan consigo varias bocas que alimentar.
El resultado, dicen la policía y activistas sociales, ha sido un incremento en el número de padres angustiados que arrastran consigo a niños por las calles congestionadas y contaminadas mientras intentan vender cerveza de raíz o dulces para pagar por un techo donde dormir.
En una noche reciente, la policía de Cúcuta encontró a Eliusmar Guerrero, de 17 años, mientras vendía paletas con su hija de 18 meses. Guerrero dijo que ella y su esposo no habían podido pagar su habitación en un apartamento los últimos tres días. Sin parientes en Colombia para que los ayudaran a cuidar a la niña, dijo que ella no tenía opción salvo salir a las calles a vender dulces con su bebé a cuestas.
«Estamos pasando un hambre acá”, afirmó mientras balanceaba a su niña sonriente en una cadera ante las luces destellantes de un auto patrulla de la policía.
A medida que los agentes la transportaban junto con su hija a las oficinas de bienestar infantil de Colombia, abrazó a la niña y comenzó a llorar.
«Me da miedo de que me quiten la niña», afirmó.
En contraste con Estados Unidos, donde más de 2.000 niños fueron separados de sus padres en la frontera con México bajo la política de cero tolerancia del gobierno de Donald Trump, las autoridades colombianas dicen que tratan de mantener juntas a las familias migrantes de reciente arribo al tiempo que incrementan el número de familias de acogida disponibles para que participen cuando sea necesario.
Las autoridades decidieron colocar a Guerrero y a su bebé en un hogar que las acogió.
«No se puede hacer separación del núcleo familiar porque se rompería el lazo afectivo», dijo Ingrid Vélez, una trabajadora social del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.
Las cifras proporcionadas por el gobierno muestran que 502 niños venezolanos han sido colocados bajo custodia desde principios de 2017. Se determinó que 99 de ellos eran víctimas de negligencia, mientras que 80 sufrieron abuso sexual. Se llegó a la conclusión que docenas más carecen de un hogar, sufrieron abusos físicos o se encontraban desnutridos para cuando llegaron con las autoridades de bienestar infantil.
Aun así, por cada niño que las autoridades colombianas reciben, hay muchos más que no han sido detectados y que viven bajo condiciones igual de precarias o incluso peores. La policía de Cúcuta indicó que sólo halló un ejemplo de un menor de edad involucrado en trabajo sexual, pero en sólo una visita a un parque conocido por ser un lugar donde hay prostitutas. The Associated Press habló con tres chicas venezolanas que dijeron haber empezado a trabajar como prostitutas allí a los 15 y 16 años.
Una chica, ahora de 18 años, dijo que se paró en un poste y comenzó a trabajar en una de las orillas del parque citadino de concreto.
En declaraciones a condición de guardar el anonimato por miedo a sufrir represalias, la adolescente dijo que empezó a laborar como prostituta hace dos años tras migrar a Colombia y no lograr ganar nada de dinero. Describió el trabajo como “asqueroso”, y dijo que logra ocultar su dolor por medio del consumo de “cripy”, una forma modificada de marihuana que contiene niveles más elevados de tetrahidrocannabinol.
“¿No lo ves en mis ojos”, preguntó. Sus ojos café oscuro se veían turbios.
Cúcuta es una ciudad con una de las tasas más elevadas de desempleo en Colombia en una región que es un semillero de violencia relacionada con el narcotráfico, y con frecuencia las familias venezolanas que se quedan atoradas aquí viven hacinadas en cuartos con 10 personas en viviendas sin camas que se rentan por 17 dólares semanales.
A una cuadra de un comedor para indigentes en la iglesia, Daniel Villegas, de 5 años, comparte una habitación con varios parientes, incluidos sus padres y tres hermanos, uno de los cuales padece microcefalia. Su padre contrabandea cerveza de raíz fabricada en Venezuela y vende cajas de madera por poco más de un dólar cada una, lo que apenas le alcanza a la familia para comer.
Daniel, un niño delgado de voz suave que desea ser pescador, duerme sobre un colchón sucio junto con otros dos niños. Dijo soñar con la cocina para indigentes, donde a veces come carne, un manjar que no probó durante meses en Venezuela.
«Me molesta”, indicó tímidamente acerca de lo incómodo del colchón. “Porque me duele mucho esto», afirmó mientras señalaba su espalda.
A lo largo de las márgenes del lodoso río Táchira que divide a Colombia y a Venezuela, las condiciones para los niños entre los indígenas yukpa venezolanos son aún peores: muchos tienen piojos y el abdomen inflamado por la desnutrición o los parásitos. Desde hace tiempo los indígenas en ambos países padecen marginación y abandono.
Sin embargo, aunque sus niños sobreviven con magras raciones de papas cocinadas sobre fogatas, el líder yukpa Dionisio Finol dijo que están mucho mejor en Colombia que en Venezuela.
«Los niños están comiendo. Allá en Venezuela casi no hay», afirmó.
Algunas familias venezolanas, ansiosas de irse de Cúcuta en pos de ciudades más prósperas de Colombia u otras partes de Latinoamérica pero sin el dinero para comprar un boleto de autobús, ahora eligen caminar hacia su próximo destino, junto con sus hijos. Si tienen suerte, logran que algún extraño les dé un aventón buena parte del camino.
“Estoy dispuesto a caminar si dura tres, cuatro, cinco años. Dure lo que dure”, dijo Darwin Zapata, que partió de Cúcuta con su hijo de 12 años con la esperanza de llegar a Perú, a 2.400 kilómetros (1.500 millas) hacia el sur. Huyó a Colombia tras perder su trabajo en Venezuela y ser secuestrado brevemente. Una mañana reciente, ambos arrastraban sus maletas con ruedas a un costado de una carretera.
Los que están más desesperados están dispuestos a abandonar totalmente a sus hijos. Aunque la policía dijo que el caso de la recién nacida Ángela fue el primero que ven, trabajadores sociales, de bienestar infantil y de la Iglesia dicen que ha habido otros. Una trabajadora social de un hospital recordó a una joven madre de cuatro hijos que llevó a su hija de 5 meses al hospital para que la atendieran por desnutrición y decidió dejarla allí, diciéndole al personal que no tenía forma de cuidarla.
“Se fue tres veces, como que no quería”, recordó Andrea Portilla, la trabajadora social. «Ella en el fondo no quería abandonarla. Pero por su situación le tocaba”.
A la larga ya no volvió.
En el caso de la bebé Ángela, los agentes utilizaron la poca información disponible para buscar los registros de recién nacidos en cada hospital cercano. En su nota, la madre sólo dijo que era venezolana y firmó con su nombre, Catalina. Ahora los investigadores creen que probablemente ambos nombres fueron inventados. No pudieron hallar a ninguna mujer llamada Catalina que hubiera dado a luz a una hija de nombre Ángela en la semana previa.
“No iba a dejar un nombre real porque era consciente de que lo primero que arrojaría las pesquisas pues era ir a buscar en un hospital», afirmó Aguilera.
Cuando alguien encuentra un niño abandonado en Colombia, las autoridades están obligadas legalmente a hacer todos los esfuerzos posibles para hallar un pariente en el país o en Venezuela que pueda hacerse cargo de él, una tarea que se complica aún más debido a las tensiones en las relaciones bilaterales entre las dos naciones.
Mientras la policía sigue investigando, la pequeña niña de amplia cabellera negra es mecida por una “madre sustituta”, como se les llama en Colombia.
DC/Nuevo Herald