uchos de nuestros buenos pensadores han propuesto utilizar este indescriptible tormento al que está sometida Venezuela como la plataforma sobre la cual construir un nuevo País, que conserve lo mucho de bueno que tenemos, pero que también combata y saque de raíz lo malo.
Por supuesto se afianzará después que el régimen actual salga, se marche o lo marchen. La caída del régimen es segura y va a suceder por dos fuerzas. Primero, porque los fracasos en los resultados que muestra el régimen crean serios conflictos internos sobre quien es el responsable y promueve que hasta los leales se distancien. Segundo, porque el mundo actual no tolera a los regímenes que disimulan. El intento de mostrarse demócrata, pero manipulando las elecciones, eliminado a los partidos políticos y metiendo presos a sus dirigentes, mantienen al tope del arrecherómetro a la comunidad internacional y a todos los opositores criollos. Añádase a esto los casos de terrorismo, narcotráfico y corrupción que exhiben cual collar de bolas criollas los malandros colorados.
El País ha sido casi destruido en su aspecto material y también, muy deformado en sus principios. Para reconstruirlo podemos hacer cosas diferente y esta es una gran oportunidad.
Para la reconstrucción material hay bastante ya pensado y escrito. Hay diversos planes de especialistas con claras ideas para recuperar el agro, la industria petrolera, el sistema eléctrico, la economía, la salud, la educación, de manera que por ese lado las rutas existen.
Para la reconstrucción moral hay menos cosas que mostrar así que propondremos a la honestidad como el centro del asunto. Lo primero es hacer equivalente a honestidad y honradez. En español honestidad se asocia con pudor y honradez con integridad, pero el uso parlante (que es el que al final construye el diccionario) ya las acepta como equivalentes.
Los ladrones monumentales del régimen han popularizado el “rebusque”, “la comisión”, “el compadrazgo” como formas de vivir y casi ha logrado la aceptación social; “mijita y que va a hacer uno con ese sueldito de nada”.
Pero lo cierto es que una sociedad en la que se pueda creer y en la que se pueda vivir bien, necesariamente, debe ser honesta, desde el presidente que no engaña ni roba, hasta el que vende café al detal sin meterle maní molido de relleno.
Afortunadamente la honestidad existe en nuestros genes y solo hay que reanimarla. Cuando éramos jóvenes, después de una noche de fiesta, nos íbamos a una arepera y aunque hubiese mucha gente, pedíamos a gritos las arepas para el grupo “dame tres de amarillo, una reina pepeada y una de chicharrón”, “epa ya va, y tres cuarticos de leche una malta y una coca cola”. Al poco todo lo ordenado pasaba por encima del mostrador y comíamos. Al final alguno preguntaba “¿epa loco, cuanto se debe aquí?” y el muchacho de la arepera decía “¿y que tienen?”, alguno respondía fueron tres de amarillo una reina, una de chicharrón, tres cuarticos, una malta y una coca” “son ciento veinte” decía el de la arepera, se le pasaba el dinero y listo.
Estas historias son un canto inimaginable a la honestidad y así somos en el fondo. Trasladar eso a todos los rincones de nuestro quehacer no debe ser tan difícil. Los extraordinarios medios y redes solo aguardan por los mensajes apropiados. La deshonestidad no es solo obra de los gobiernos, es también el reflejo de lo que aceptamos los ciudadanos. Sí es posible tener un País modelo de honestidad. Hay millones de personas dispuestas a trabajar en pro de ese objetivo y es una gran oportunidad para transformar a Venezuela.
Es la hora de volver a lo decente, a lo creíble, a la verdad.
Eugenio Montoro – montoroe@yahoo.es