Cuando las luces comenzaron a parpadear de nuevo en la capital de Venezuela, los residentes del Edificio Doleli, un inmueble de seis plantas considerado parte del patrimonio cultural de la ciudad, seguían a oscuras.
En el interior, sus habitantes, en su mayoría mayores que vieron como sus hijos huían al extranjero a medida que la crisis económica y humanitaria de la nación se agravaba, cerraron sus puertas con llave y se pegaron a la radio en una búsqueda infructuosa de noticias.
“Mi preocupación es que llegamos al sitio donde quedemos desconectados de todo”, señaló Alfredo Cova, un veterinario de 55 años, mientras el apagón se prolongaba hasta el martes en la tarde.
El corte del suministro eléctrico, que comenzó al inicio de la hora punta del lunes por la tarde, fue uno más en una serie de largas fallas que han enervado a los venezolanos este año. Caracas se había librado de la peor parte, pero este apagón generalizado fue otro duro recordatorio de que ningún lugar es inmune a las crecientes dificultades que enfrenta el país.
En vecindarios como Santa Mónica, donde está el Edificio Doleli, la oscuridad seguía mientras otras partes de la capital volvían a la vida el martes.
Cuando los residentes se despertaron, sus frigoríficos seguían en silencio. El calor emanaba de las paredes y los aparatos de aire acondicionado permanecían inmóviles. Los propietarios de pequeños negocios de la primera planta del inmueble aguardaban ansiosos al otro lado de las cerradas puertas, esperando que la electricidad regresase rápido para no perder todas las ganancias del día.
“Ya también Caracas está colapsando”, manifestó una frustrada Carolina Chinchilla, de 53 años, propietaria de una decadente agencia de viajes.
El Edificio Doleli fue construido en 1956 por inmigrantes italianos y en su día fue un símbolo del progreso urbano en Venezuela, recordó María Caterina, de 66 años y cuya familia fue una de sus primeras arrendatarias. Diseñado a imagen de los modernos edificios italianos de departamentos de la época, tiene pisos de granito, molduras ornamentadas, amplios balcones y una plaza con una fuente al frente. En el interior, las puertas de un ascensor están decoradas con bronce.
“Fue construido para el buen vivir”, señaló Caterina.
En ese momento, Santa Mónica era un vecindario de clase media-alta al que llegaban en tropel migrantes italianos, portugueses y españoles.
El padre de Chinchilla, que había huido de la guerra civil en España décadas antes, abrió un negocio de fotografía que ella convirtió más tarde en una agencia de viajes con su hermana. Familias como la de Caterina criaron a sus hijos en un barrio considerado seguro y próspero.
El inmueble se mantuvo en pie a lo largo de la turbulenta historia de Venezuela y sobrevivió a dos grandes sismos sin apenas una grieta, según sus residentes.
“Era bello”, dijo José Vásquez, que ha vivido en el Doleli desde que nació y, a sus 42 años, es su residente más joven.
Ahora, mientras el país se hunde en una crisis económica considerada peor que la Gran Depresión de Estados Unidos y los apagones son más habituales, los residentes se dan cuenta de que sus menguantes salarios y pensiones no alcanzan para cubrir los gastos de mantenimiento.
El interior, la pintura del techo de la escalera está comenzando a caerse. En el exterior, los vándalos hicieron pintadas contra el gobierno en las paredes.
″¡Este gobierno va a caer!”, dice una de las proclamas.
Las parejas jóvenes con hijos, cuyos lloros llenaban en su día el inmueble, se han marchado a Chile, Estados Unidos y Canadá. Algunos envían remesas a sus padres mayores, que siguen viviendo en el Doleli, mientras que otros departamentos están vacíos.
“Se fueron”, manifestó Cova. “Todos se fueron”.
Antes este año, cuando un importante apagón dejó sin luz a todo el país, el Edificio Doleli pasó cuatro días a oscuras. Esa falla tomó a muchos de sus residentes con la guardia baja. En esta ocasión, muchos seguían sin estar preparados. No había generador para volver a tener luz y varios de los vecinos ni siquiera disponían de velas o linternas.
Cova y su esposa usaron su fogón de gas para calentar sobras de pabellón, un plato tradicional venezolano con arroz, frijoles, carne mechada y plátano. Cuando en el exterior oscureció, se metieron a su cuarto. No había nada más que hacer que ir a dormir, pensaron. El mundo se había quedado completamente a oscuras.
“Había un silencio absoluto”, dijo.
El único signo de vida procedía de la radio. Cova buscó entre las emisoras pero solo pudo encontrar canales progubernamentales. En ellos se repetía el mensaje de las autoridades socialistas: La falla estuvo provocada por un “ataque de carácter electromagnético”.
“Quien es el culpable de verdad, no sé”, musitó.
Desde su edificio, los residentes pudieron observar cómo la electricidad regresó a otras partes de la capital durante la noche. Cuando en Santa Mónica no ocurrió lo mismo, en lugar se enfadarse, la mayoría estaban simplemente resignados. El líder de la oposición, Juan Guaidó, celebró un mitin el martes, pero ninguno acudió, incluso aunque culpan al presidente, Nicolás Maduro, de los problemas de la nación.
“Lo peor es que nos estamos acostumbrando a eso”, señaló Chinchilla.
En el interior de su agencia de viajes en penumbra, buscó su computadora, que tenía pensado llevar a un edificio donde sí hubiese electricidad. Sobre la mesa, tenía varias miniaturas de aviones de aerolíneas que ya no vuelan a Venezuela.
Hoy en día, la mayor parte de sus menguantes ventas proceden de los que emigran, dijo echándose a llorar pensando en el futuro que le espera a sus tres hijos.
“Ellos han vivido cosas que yo no viví en mi adolescencia”, dijo. “Este era un país mágico que destruyeron completamente”.
Chinchilla y Vásquez, cuyas empresas están puerta con puerta en el edificio, han estrechado su relación con las pruebas y apagones diarios. Vásquez lo compara con una especie de “hermandad” entre vecinos, mientras para Chinchilla es “supervivencia”.
A medida que la mañana del martes daba paso a la tarde, los residentes buscaban la forma de seguir su rutina incluso sin electricidad.
En la primera planta, una librería permanecía abierta. Cova, veterinario, y su esposa estaba preocupados porque las vacunas para mascotas valoradas en unos 250 dólares que tenían en el frigorífico se echasen a perder si el apagón se prolongaba.
“No tenemos luz, no tenemos información”, lamentó Cova. “No sabemos nada”.
Pero mientras el edificio se acercaba a las 24 horas sin electricidad, lo que parecía un milagro finalmente ocurrió: las luces volvieron a encenderse.
Y la esperanza regresó, al menos temporalmente.
AP