Lula, un amigo de nuestra infancia, hacía de todo: mataba iguanas, seleccionaba mariposas, entrampaba machorros, elevaba petacas, hacía mandados de su casa y la vecindad sin hacer reparos. Todas estas diligencias, en su carrito, tirado por un solo palo central que le servía de dirección y cuatro ruedas con tapas de potes de leche Klim. Lula fue tan diligente que le sobraba tiempo para también soltar al aire su volantín que en su cola, o rabo, le colocaba un pedazo de algo cortante que usaba para cortar el curricán de los otros volantines y petacas de sus compañeros de diversión. Así se peleaban cuál de ellos era más listo en el “picado” de petacas. En cambio, el inquieto Abelardo no era de elevar volantines pero si se comía los cambures que el maestro Andrade colocaba en la jaula de sus pericos para alimentarlos. En el chequeo, el maestro solo conseguía las conchas de los “guineos 500” y a los pericos muertos de hambre.
Mientras tanto, Juan preparaba su carro con su burro para vender cepillados a cobre y a locha, y sus pequeñas empanadas de carne mechada y molida, pollo y queso, y de cazón, corvina, lisa, futre, chucho y raya. El fiaba a sus clientes, fundamentalmente estudiantes y trabajadores de la zona. Anotaba los deudores y los abonos en una libreta de apuntes que los estudiantes le sustraían de su escondite para alterarle las cuentas teniendo el cuidado de que, al final, Juan no saliera perjudicado. Aquellos cepillados, con aquel calor y los exámenes encima, sabían a gloria. Zapote, níspero, pina, patilla, melón, frambuesa, tamarindo, caña de azúcar, guayaba y guanábana eran los sabores más solicitados. Con el tiempo, entraron al mercado nuevas sustancias y sabores que no perdían calidad y gustaban mucho. Por otro lado, Juan era un andino reencauchado maracucho, chistoso y bondadoso y siempre se hacía amigo de los muchachos y de sus padres. Entonces, no había razones para intentar engañarlo y los estudiantes cambiaban de actitud. Juan igual actuaba de prestamista de ultima instancia y así era. Le facilitaba en préstamo pequeñas y manejables cantidades a sus clientes para comprar cepillados donde quisieran, cobres para pagar pasajes, libros y, también, para cancelar el colegio si así fuera el caso.
Juan, el vendedor de mandocas, empanadas y tequeños, también vendía frutas y vegetales. De esa forma mantenía a su familia y profesionalizó a sus hijos. De esta manera, los hijos de los demás estudiaban pero igual se preparaba profesionalmente a los suyos. Era complaciente compartir con los hijos de Juan que llegaban a pedirle la bendición a su padre. Los varones, vestidos de casimir, corbata y zapatos Walkover. Sus hijas bien arregladas para salir a la calle a realizar una visita o , con el uniforme, limpio y pulcro, para ir a la escuela.
No resistimos la tentación de decir que de los hijos de Juan uno se hizo medico partero quien, luego, ayudó a sus hermanas a parir. Al terminar esas etapas, todos se sentían orgullosos de su sobrino. Así, Juan, el vendedor de cepillados, mandocas y empanadas, prestamista y amigo se convirtió en ejemplo para todos los estudiantes, clientes y para sus padres. Tanto, que se contaba que un día consiguieron a un compañero de colegio acusando a su padre con Juan porque no quería pagar su matrícula para poder estudiar.
De estos casos, se repetían muchos que se conocían cuanto más se investigaba. Otro caso que recordamos, fue el de un viejo zapatero llamado Valerio cliente de nuestro padre que vendía suelas para zapatos. Valerio graduó a sus siete hijos de médicos, abogados, maestros. No solo eso, uno de sus hijos se hizo famoso como abogado y Silvestre, un medico de sus descendientes se codeaba en Maracaibo con los mejores otorrino-laringólogos que habían y operaban en el Zulia. Años después fue declarada la ciudad científica de Venezuela.
¡No nos digan ahora que este contenido no es una parte bonita de un cuento bello!
Luis Acosta