Hace unos 12.000 años se edificó en la actual Turquía el primer templo de la historia, que a su vez fue la primera estructura compleja construida con piedras. La mitología que lo inspiró se desconoce, pero su uso sacral queda evidenciado en las estelas, esculturas y huesos que se han encontrado en el. Por primera vez nuestros antepasados coordinaban esfuerzos para rendir tributo a algo que intuían como trascendente. La superstición, esa fantástica habilidad del hombre para crear y creer ficciones, marcaba así el inicio de la civilización.
“Primero vino el templo, luego la ciudad”, decía acertadamente el prehistoriador alemán Klaus Schmidt. Desde los antiguos egipcios, pasando por Mesopotamia, Teotihuacán, la China arcaica, el mundo grecorromano y el dominio católico, hay un elemento universal: la cohesión de las individualidades alrededor de una mitología que diese sentido, significado y legitimidad al orden social.
A mediados del siglo 19, ya adentrándonos a la modernidad, la Ilustración empezaría a tener efectos palpables: la Revolución Francesa modificaría la estructura política de Europa y el milenario orden religioso empezaría a perder sus cimientos estatales. Los sistemas de gobierno y estructuras sociales ya no se podían justificar tan fácilmente con mitologías. Se empezaría a entender al razonamiento como el mecanismo más efectivo para llegar a condiciones de vida optimas, y diversos pensadores desarrollaron modelos socioeconómicos basados en este principio. La integración del pragmatismo a la vida colectiva requirió de grandes esfuerzos intelectuales entre los críticos de la tradición y los proponentes de nuevas soluciones. Este cambio abrupto de la ficción a la razón acabó con el orden monárquico-feudal europeo, lo cual trajo consigo una inmensa dislocación social. El liberalismo y el socialismo, las corrientes de pensamientos que definieron el siglo 20, fueron una respuesta a dicha coyuntura, y atravesaron entonces un lento proceso de incubación.
A Karl Marx, uno de los pensadores protagonísticos de ese siglo 19, se le recuerda principalmente como el teórico que inspiró la catástrofe soviética, la tragedia china, el fiasco cubano y, más recientemente, la hecatombe venezolana. Se piensa en el prusiano e inmediatamente llegan conceptos como la dictadura del proletariado y la centralización de los medios de producción, ambas ideas probadamente terribles. No solo terribles, sino tremendamente exitosas en su propagación: a mediados del siglo pasado cerca de la mitad de la población vivía en condiciones nefastas provocadas por líderes inspirados en Marx. Esto, comprensiblemente, le ha dado una terrible reputación a quien a mediados del siglo 19 analizaría tan lúcidamente la dislocación social previamente mencionada, convirtiéndose en uno de los fundadores de la sociología.
Reducir a Marx a sus propuestas comunistas, es decir, confundir marxismo con comunismo, es caer en una simplificación caricaturesca de su obra. No fue solo un gran crítico del orden religioso tradicional -como casi todos los pensadores más lúcidos de su época-, se enemistó también, y sobre todo, con la estructura productiva postfeudal. En sus extensos manuscritos realiza un estudio sistemático de las paupérrimas condiciones de vida que se desarrollaron luego de la revolución industrial en Inglaterra y Alemania. Las jornadas laborales de 18 horas, el trabajo infantil, la sobrepoblación en las ciudades debido a las migraciones del campo, las casas sin drenaje compartidas por diversas familias, las enfermedades transmitidas por dicha falta de higiene y demás consecuencias de la dislocación socioeconómica lo motivaron a escribir una crítica al contexto que reproducía esas circunstancias. Marx no solo criticó la precariedad de la vida material, parcialmente erradicada en varias partes del mundo, sino también las consecuencias psicológicas del nuevo orden capitalista, tan actuales y observables en nuestro actual día a día. Por su relevancia, le dedicaré unas líneas a algunas de esas críticas, enfocándome en su diagnóstico (tan acertado) y no en sus curas.
Una de las palabras centrales de la teoría marxista es la “alienación”. Según Marx, el trabajador que está sumergido en un orden de producción asimétrico se encuentra alienado, ya que no se reconoce a si mismo en el trabajo realizado. No puede reconstruir el sentido de aquello que hace. Invierte la mayor parte de su día en un esfuerzo laboral con el único propósito de recibir un pago y subsistir materialmente, con lo cual es reducido a un engranaje; el individuo se “cosifica”, como decía Sábato. El trabajador está alienado de si mismo, de su trabajo y de la naturaleza. Con el paso de los años esta dinámica se convierte en status quo, en ideología, y el individuo no puede imaginarse una realidad diferente. Se da al capitalismo como un orden natural, justificado por el pragmatismo y la razón, y empieza a cobrar elementos dogmáticos. Y así pasamos de la alienación del peón feudal convertido en trabajador industrial a la alienación del oficinista moderno que acepta su destino como parte irrevocable del orden económico. Las condiciones de vida cambiaron, no así el elemento alienante.
Esta tendencia prevalece ya que en la actualidad el principio de producción sigue siendo el mismo, aunque las condiciones materiales hayan mejorado considerablemente. Para justificar este orden se requieren ciertos mecanismos legitimadores y, curiosamente, según Marx estos nacen de la misma dinámica económica. Explica que esta define las ideas, así como los conceptos jurídicos y políticos de una sociedad. De la interacción de estos elementos nacen las ideologías: patrones de percepción a partir de los cuales los individuos hacen juicios de valor y toman decisiones. En el caso del orden capitalista, se acepta lo alienante como normal y se desarrolla lo que llamó el “fetichismo de la mercancía”. Esta tendencia psicológica atribuye valor a cosas que no lo tienen objetivamente, sino únicamente por el hecho de que poseerlas denotaría cierto poder adquisitivo. El individuo se ve encerrado en una ideología que justifica la venta de su tiempo para poder comprar cosas cuyo valor es otorgado por la ideología misma. Esta tragedia tautológica es actualmente observable a nivel masivo.
El concepto marxista de la explotación es igualmente fascinante y relevante. Marx entendía el trabajo propio como una forma de propiedad privada que el individuo debía vender a quien tuviese los medios de producción para poder subsistir. El proceso a partir del cual la “burguesía” (concepto que suena antipático y repetido gracias al discurso populista de diversos líderes manipuladores) se apropia del tiempo ajeno a cambio de un salario miserable. A esto Marx lo llamaba “acumulación primitiva”. Gracias a este mecanismo el 10% de la población industrializada tenía el 90% de las riquezas en el momento en el que el prusiano desarrolló su obra. Actualmente el 95% menos rico tiene solamente el 28% de las riquezas, una asimetría abismal reproducida por mecanismos institucionalizados que permiten y estimulan la acumulación de capital desproporcionadamente. Sin embargo, la ideología capitalista le atribuye esta diferencia al admirable talento que aquellos más ricos tienen, mientras que los más pobres lo son por incompetencia o falta de esfuerzo.
Está claro que la cura de Marx a estos problemas no fue acertada. El supuesto “socialismo científico” y la utopía comunista no son realmente aplicables en la práctica, aunque suenen tan atractivos, sobre todo frente a ese lado oscuro del capitalismo. Sin embargo, el diagnóstico marxista es excelente. Es una descripción sensible y multidisciplinaria de la cosificación del hombre frente a un orden que le exige una parte esencial de su humanidad. Marx nos brinda un marco teórico útil para desligarnos del dogma consumista, tan insípido y deshumanizante. Intentemos liberarnos de los prejuicios y seamos terreno fértil para las críticas de este gigante intelectual.
Ernesto Andrés Fuenmayor