Desde el mismo día que Nicolás Maduro asumió la Presidencia de la República de Venezuela, después del acto de usurpación validado por el Tribunal Supremo de Justicia, sus ejecutorias han estado signadas por la inconsistencia de su discurso. Esta observación es tan cierta, que cuando acusa a alguien de traidor a la patria, por ejemplo, es porque él está harto de cometer dicho delito. A tal situación se llegó, porque el alto funcionario de facto lo primero que perdió, después que se ganó el irrespeto y el repudio de la gente, fue la credibilidad. Por eso es que todos sus planteamientos, aunque su nazista propaganda los repita cien veces, encuentran poco eco en la colectividad nacional.
Ya se perdió la cuenta de las veces que ha dicho o prometido algo en la mañana y, horas después, sin tomar en cuenta las afirmaciones o negaciones, que haya hecho, dice y hace todo lo contrario. El resultado de tanta incoherencia entre la palabra y los hechos, es que sus intervenciones públicas incrementan la desconfianza que generan los anuncios del régimen. Esa debilidad que ha caracterizado la gestión de Maduro, hace pensar, a quienes hurgan con más profundidad el comportamiento del mandatario en ejercicio aparente, que detrás de él, entre bastidores, existe y actúa un poder superior al que aún le queda a Nicolás.
Son muchas las especulaciones que se hacen a través de los medios de comunicación tradicionales –los que se atreven–, y los que circulan por las redes sociales, que son abundantes, con respecto a esa conducta dual del Presidente a juro. Esas especulaciones duran poco en la memoria del ciudadano común, dada la influencia determinante de la contrainformación del aparato propagandístico del régimen. Sin embargo, siempre hay alguien que recuerda muchas cosas, y las utiliza para darle fuerza de verdad a sus opiniones.
En efecto, entre esos hechos que el olvido ha perdonado, hay uno que podría guardar relación con el posible drama que interfiere la voluntad de Maduro. Ese evento se produjo el 10 de enero de 2013, justo cuando, por razones desconocidas hasta ahora, se le impidió que asumiera legalmente la Presidencia de la República, a quien precisamente era el único facultado por la Constitución. Éste se encontraba en el país, apto física y mentalmente y en pleno ejercicio de sus funciones. Sí, según lo pautado en la Carta Magna con suficiente claridad, en ese momento, ante la imposibilidad del Presidente electo para juramentarse y asumir el cargo, debía hacerlo el Presidente de la Asamblea Nacional. ¿Por qué y para qué se violó el texto constitucional?
Vale apuntar que en la medida que Maduro trataba de afirmarse en el alto cargo de la república, su poder se ha diluido y ha pasado a manos de una cúpula militar; es de esa cúpula de donde emanan las directrices del régimen. Podría ser de allí también que se imparten las contraórdenes que, probablemente contra su voluntad, ejecuta obedientemente Nicolás Maduro. De esta desagradable circunstancia nace un comentario que está creciendo como bola de nieve; en el seno de la “revolución” opera a sus anchas un Cabello de Troya. ¡Léase bien y sáquense conclusiones: un Cabello de Troya!
Antonio Urdaneta Aguirre / urdaneta.antonio@gmail.com / @UrdanetaAguirre