En su carrera, tan fecunda como breve, varias cosas se conjuraron para que su paso fuera el de un cometa de órbita singular: visto y no visto. Carlos Ruiz Zafón nació y creció en Barcelona. Trabajó bastante tiempo en publicidad; se inició en la ficción con relatos juveniles; se estableció en Hollywood y frecuentó el mundo del cine; componía música con seriedad y talento. Con este bagaje no es de extrañar una eficacia narrativa que ha funcionado maravillosamente bien en todo el mundo. En el aspecto de la teoría literaria, iba a su bola. Tomó lo que le convino de donde le pareció bien, sin adscribirse a ninguna escuela literaria; ni siquiera al nutrido grupo de los que rechazan cualquier etiqueta. En su obra lo metió todo: autores clásicos y populares, épica y kitsch, sin olvidar películas, series de televisión y cómics, tres campos que conocía a fondo. Con estos elementos construyó un mundo personal cargado de artificio, que, sin embargo, conservaba la inocencia y la nostalgia de su infancia en una Barcelona de barrio y de los veranos felices en la playa de Sant Pol.
En la distancia corta, todo esto se esfumaba. Era cordial, inteligente, ameno, excéntrico y divertido. Tenía el sentido del humor de un niño travieso. Aunque por edad pertenecíamos a dos generaciones distintas, nuestras Barcelonas tenían mucho en común y en el campo de la ficción los dos cultivábamos legumbres parecidas. Estas y otras afinidades hicieron que pronto trabáramos una amistad condicionada por la distancia geográfica. En los últimos años coincidimos en la cómoda tierra de nadie que es Londres, donde yo estaba más o menos afincado y donde Mari Carmen y él buscaron casa hasta que el Brexit les disuadió momentáneamente y el cáncer en forma definitiva. En esa etapa nos vimos con cierta frecuencia, y luego, cuando la enfermedad lo sacó del circuito, nos seguimos comunicando por mail. Sería piadoso decir que luchó hasta que no pudo más y luego tiró la toalla. En su caso, no había más lucha que aguantar con dignidad los escasos recursos de la ciencia, y al final del camino no hay toalla que tirar. Consiguió fama y dinero, pero la suerte le dejó poco tiempo para disfrutarlos.
Un último apunte frívolo sobre su vestuario. Unas veces llevaba unas prendas chillonas, como de surfista californiano; otras veces, sin motivo alguno, un elegante traje negro que le daba un aire distinguido, como de obispo anglicano. Este y otros detalles similares me hacían pensar que él se veía a sí mismo como un personaje escapado de una novela juvenil o de la viñeta de un cómic o de un story board. Quizá me equivoco y la imagen que proyectaba era una forma más de protegerse. Lo mismo da. A estas alturas lo que yo piense y lo que piensen los demás ya no tiene importancia.