Costa Rica pasó a la historia este 26 de mayo como el primer país centroamericano en legalizar el matrimonio homosexual. Un gran día, uno de alivio para las incontables parejas que se sentían legalmente marginalizadas hasta entonces. Con cambios como este el status quo cambia gradualmente y la discriminación pierde legitimidad. El intolerante va perdiendo terreno y los conceptos de lo que es “normal” o “natural” atraviesan una fantástica metamórfosis, van de la larva a la mariposa.
Son estas categorías de normalidad y naturalidad, construidas en el caso latinoamericano a partir de una tradición judeocristiana e ibérica, las que reproducen tendencias como la homofobia. Interiorizamos desde la infancia una tradición que creó un concepto espurio de naturalidad, forjado por ciertas máximas morales, y nos ponemos por encima de aquello que no encaja en esta propuesta, juzgando y marginalizando.
¿No es la naturaleza todo aquello que pertenece al mundo material? ¿No es ella nuestro entorno físico en todas sus actuales expresiones? Vaya arrogancia la de un ser humano que pretenda fijar límites arbitrarios a lo que es natural y lo que no lo es. Él mismo es un inestable producto de la naturaleza, diferente de un chimpancé apenas por su ventaja cerebral.
Los conceptos de naturalidad socialmente construidos dejan en evidencia un cúmulo de parcialidades y prejuicios, determinados generalmente por valores nacidos de la religión e instituciones como el Estado, un ente que legitima comportamientos a partir de la ley. Y nosotros, productos de este entorno, terminamos reproduciendo inconscientemente dichos valores, los seguimos haciendo tradición, solidificando ese invento de lo natural.
Por supuesto, estas construcciones nacen de la realidad física, y hasta el dogma tiene argumentos prácticos que parecieran dar validez material a lo construido. En este sentido se alegra frecuentemente que como los homosexuales no pueden reproducirse, la práctica es evidentemente contra natura. Esto es, indudablemente, una simplificación del complejísimo proceso de selección natural. Durante años se le llamó “paradoja darwiniana” a este hecho en el ámbito científico, ya que pareciera contradecir la lógica evolutiva, que plantea a la reproducción de genes como misión biológica del organismo.
El debate continúa, y actualmente hay diversas teorías que dan un sentido biológico a la homosexualidad (si es que lo necesita). En las últimas décadas se han publicado decenas y decenas de artículos científicos acerca de su origen evolutivo. Paul Vasey, un investigador de la Universidad de Lethbridge, en Canadá, indica controversialmente que entre humanos podría haber un valor no reproductivo en la práctica homosexual, ya que estos individuos colaborarían en la crianza de parientes, aumentando su posibilidad de supervivencia. Los fa’fafine de Samoa o los muxes de Oaxaca serían ejemplos de cómo esta práctica se ha institucionalizado en algunas culturas.
Brian Hare, profesor de antropología evolutiva en la Universidad de Duke, argumenta que entre primates la homosexualidad podría tener un valor social. El sexo no tendría entonces solo un valor reproductivo, sino jugaría también un papel integrativo a la hora de afinar lazos, resolver conflictos y demás. La atracción homosexual sería entonces una ventaja, ya que facilitaría este tipo de contactos entre individuos del mismo género.
Esta explicación podría ser útil entre primates, pero ¿qué hay de las otras especies -algunas no sociales- que practican la homosexualidad? Son alrededor de 1,500 en total: peces, insectos, mamíferos y pájaros están privilegiados con prácticas sexuales que no se limitan al género opuesto. Las teorías actuales son interpretaciones humanas de un fenómeno inmensamente complejo, desarrollado a lo largo de millones de años. Quizás sea imposible conseguir una respuesta unánime, los años lo dirán.
Independientemente de los esfuerzos científicos por comprender mejor este fragmento de la realidad, una cosa es cierta: los juicios despectivos en torno a la homosexualidad no tienen fundamento. Hemos hecho de la sexualidad un tabú y de las “minorías sexuales” una demográfica discriminada, todo a partir de ficciones colectivas. El odioso cuento de hadas bíblico habla de “sodomía” y “bestialidad”, demonizando prácticas sexuales que tienen una historia evolutiva milenaria. Hemos hecho de la supresión sexual una tradición, reproduciendo sufrimiento innecesario a través de incontables generaciones.
Podemos envidiar a los bonobos, nuestros simpáticos primos, con quienes compartimos el 98.7% de nuestro código genético. No cuentan con la desagradable habilidad de inventar pecados, y el sexo es una utilísima herramienta social. Más de los bonobos y menos de la Biblia, quizás así nos vaya un poco mejor.
Ernesto Andrés Fuenmayor