En el siglo XIV se presentó en gran parte de Asia y Europa una pandemia que vino a conocerse como “la peste negra” que ha sido la más desvastadora de la historia. Se calcula que murieron 200 millones por su causa y nunca estuvo muy claro su origen. Hoy se cree que fue transmitida por las pulgas que portaban las ratas.
En sus inicios de pánico, se culpó a los judíos de envenenar las aguas y en muchos lugares fueron perseguidos (cuando no) y muertos a palos. Fiebre, tos, sed, manchas en la piel y bultos negros inflamados cerca de los ganglios eran los síntomas principales y la muerte se producía en cinco días o menos. Su incidencia mayor duró seis años entre 1347 y 1353.
Nuestra actual pandemia está lejos de aquel horror, pero como el asunto no se trata de comparar porcentajes si no de la posibilidad real del contagio propio y el de nuestros familiares, eso nos obliga a las mayores precauciones.
Las pandemias parecen tener sus réplicas en los asuntos sociales. No se trata de virus amables que convencen y cambian la manera de pensar de las personas, sino de una plaga que trata de llegar al poder a cualquier precio para luego establecer una terrible dictadura.
La plaga roja a que nos referimos ha infectado hace años a Venezuela y trata de doblegar a los ciudadanos para que cambien sus principios de libertad y democracia. No lo han conseguido, pero persiste la amenaza. Adicionalmente, la destrucción que han hecho en el país ya roza lo apocalíptico.
También en Colombia existen los intentos de ese contagio. La arremetida contra el expresidente Uribe es parte del proceso del ataque a los demócratas. Igual cosa sucede en Chile donde con alteraciones callejeras buscan quebrar las relaciones de poder.
Y si toda la América está de peste, los Estados Unidos, a pesar de su historia democrática, no se salva de la amenaza. Unas próximas elecciones presidenciales definirán el rumbo de esa nación y el peligro de que camine hacia un socialismo amistoso con las izquierdas radicales, existe.
La necesidad de que los demócratas de todas las naciones revisen sus estrategias es evidente. Durante décadas, y fuera de amenazas, los demócratas se han concentrado en ganar las elecciones para, desde el poder, mejorar a su país. Esto ya no es suficiente, ahora se debe agregar una planificación y una acción que evite el crecimiento de los radicales pues estos son enemigos reales del sistema democrático.
La educación y la propaganda en contra de la izquierda radical debe formar parte de esa nueva estrategia y por supuesto el uso de la ley y de la fuerza. Adicionalmente, los gobiernos demócratas deben reforzar la honestidad total en el manejo de los fondos públicos, a no usar el poder para el beneficio propio o de sus partidos políticos y a combatir duramente a la pobreza.
La democracia debe ser vista como el camino sensato y útil por todos los ciudadanos y al mismo tiempo debe protegerse de sus enemigos. Nuestros países han sido permeables a la influencia de la extrema izquierda pensando, ingenuamente, que se trataba de otro movimiento político cuando en realidad es una amalgama de fanatismo purulento cuyo principal objetivo es arrasar con todo lo establecido y crear una dictadura eterna. Lo peor es que, además, conlleva unos niveles de miseria impensables.
Nuestros políticos de hoy no están preparados para estas nuevas exigencias que son requeridas, por una parte, la coordinación y la unidad entre todos los partidos demócratas tradicionales para luchar contra la ultra izquierda y, por otra parte, requiere de un cambio para eliminar las muchas de las prácticas “non sancta” que debilitan al sistema de libertades.
Un nuevo país requiere de políticos sin mañas viejas y convencidos de que la democracia se fortalece al gobernar limpiamente y con honestidad y que, además, se la debe proteger permanentemente de sus enemigos.
La peste roja requiere de la vacuna que representan los políticos honestos.
Eugenio Montoro / montoroe@yahoo.es