Históricamente las narrativas han sido esenciales para la cohesión colectiva y el desarrollo de los procesos sociales. Estas generalmente diluyen la complejidad del entorno y generan un modo de percepción particular atado a ciertos valores e ideales. La narrativa más evidente y universal es la religión, por ejemplo; siempre atada a mitologías que le dan sentido a la realidad y, en el caso de los destinos post-mortem, proveen cierta motivación y resiliencia a los creyentes.
Sin embargo, las narrativas que mayor impacto tienen en el mundo moderno son las socio-políticas, indudablemente.
Destacan algunos casos inverosímiles: la catástrofe venezolana continúa siendo legitimada desde la cúpula a partir de la creación de enemigos internos y externos, así como el mito de la redención social chavista; en Rusia la imagen pública del ejecutivo se ha idealizado hasta tal punto que la población no cuestiona considerablemente los constantes atropellos cometidos contra la oposición; mientras que en Estados Unidos un narcisista desbordado hace caso omiso sistemático de la verdad, alimentando a su base de Hechos Alternativos orwellianos.
Es especialmente llamativo el caso estadounidense por ser un país al que en Occidente se le ha idealizado como un prototipo de la libertad cívico-democrática. Irónicamente, en la actualidad son un claro ejemplo de las debilidades inherentes a la democracia: los seres humanos son más susceptibles a las emociones que a la razón, y frecuentemente dan explicaciones racionales a aquellas acciones que fueron -inconscientemente- motivadas por emociones.
Es así como un lunático carismático con ciertos intereses electorales crea una realidad alternativa a partir de la ficción, y de esta ficción nace una realidad política ineludible, tal como fue la elección de Trump en el 2016. Ahora la narrativa se ha adaptado a las circunstancias, y el planteamiento es el del supuesto éxito en el manejo de la pandemia, aun cuando todas las métricas indican lo contrario. Lo mismo con la economía, supuestamente bajo el control del genio administrativo trumpiano, mientras que la deuda externa se acerca a los 22 millones, un monto que no se alcanzaba desde la Segunda Guerra Mundial.
Mientras se acercan las elecciones de noviembre, Trump hace uso de las debilidades emocionales actuales, nacidas de las turbulentas protestas de los últimos meses. Surge entonces la narrativa de que si Biden toma el poder, el país caerá en la anarquía.
Es, por supuesto, una retórica genérica que no tiene siquiera el mérito de ser personalizada, como fueron sus esfuerzos de difamar a Hillary Clinton.
La realidad es que la carrera política de Biden destaca por su intención conciliadora interpartidaria, evidenciada en su trayectoria como senador. Sobre todo es notable el reciente apego a una retórica conciliadora, aún frente a la estrategia divisiva de Trump. Es, además, un político estadounidense prototípico, con unas credenciales previsibles para un candidato presidencial.
Sin embargo, Biden es inusualmente progresista, lo cual es leña para el fuego de la narrativa demonizante trumpista, tan dependiente del voto conservador. Entre otras cosas, propone el acceso sin costos a una educación universitaria y un salario mínimo nacional de 15$, temas totalmente incoherentes con el mito nacional que inspira a la base de Trump, es decir: el propio esfuerzo puede llevarte de lavar platos a ser dueño de una transnacional, si tan solo trabajas lo suficiente. El que no logre surgir, no madrugó lo suficiente, y el Estado no lleva ninguna responsabilidad.
Las propuestas progresistas rompen con estos planteamientos ficticios, surgen de realidades socioeconómicas que difieren del conservadurismo, dispuesto a preservar injusticias siempre y cuando se cometan a partir de los valores indicados.
Aunque Biden no es tan fácil de atacar como algunos candidatos demócratas anteriores, Trump conseguirá la manera. Con el uso de su imaginación y la certidumbre de una base crédula tiene herramientas altamente efectivas. No queda sino esperar y ver si la ficción, una vez más, termina definiendo a la realidad.
Ernesto Andrés Fuenmayor