Desde que el coronavirus llegó a Venezuela Ana se esperaba lo peor. “Ojalá no me vaya a contagiar, Dios mío. En este país no hay atención médica”, añadió como letanía en sus rosarios vespertinos, devenidos en una súplica solitaria, luego de que restringieran las reuniones debido a la pandemia.
Ana lo sabía de sobra. Llegar a un hospital con una dificultad respiratoria puede ser más mortal que para la víctima de un accidente automovilístico o un baleado.
Ana Carrasquel sufre de asma desde hace más de una década. A sus 37 años, el padecimiento bronquial la tomó por sorpresa. Dos meses después de dar a luz al tercero de sus cuatro hijos presentó una atípica dificultad para respirar. No se había resfriado ni tenía gripe.
Pero su primer hijo, entonces un adolescente, estaba en malos pasos. Esta situación condicionó la aparición de un tipo de asma emocional, que le volvió la noche del 6 de septiembre.
Ese día había transcurrido una semana desde que el causante original de su enfermedad, le informara sobre su despido como albañil en Perú. Reformado y con tres hijos, Gerardo emigró en julio de 2017 al país andino. En Lima, ciudad en la que reside, las limitaciones de movilidad para contener el avance del COVID-19 forzaron a que la obra en la que estaba redujera su nómina. La preocupación llevó a Ana a la situación que tanto temía desde el viernes 13 marzo.
El pitido en el pecho le empezó la mañana de aquel primer domingo de septiembre. Previamente, el viernes y sábado había mostrado signos de dificultad para respirar que atribuyó para sí y su familia con el cansancio y el calor.
El aumento de la sensación de ahogo no le dejaba a Ana ninguna duda de la gravedad de su condición. Pero su actitud sobreprotectora pudo más. En todo el día se dedicó a las labores del hogar, como si nada.
Se guardó cualquier sospecha de malestar hasta que la crisis detonó sin que pudiera ocultarse por más tiempo. 48 horas de miedo, encubiertos como amor de madre.
Cuando el pitido en el pecho de Ana retumbaba en toda la casa, la alarma se encendió. Eran pasadas las 8:30 pm. En los últimos dos años, la antigua obrera jubilada de la Compañía Anónima Nacional Teléfonos de Venezuela (Cantv) había tenido cuatro crisis de asma.
Todas habían sido experiencias al borde la muerte, por la falta de insumos, medicinas y personal de salud en la red hospitalaria. Ese era uno de los temores recurrentes de Ana y paradójicamente, eran uno de los factores agravantes conforme pasaban los minutos sin atención.
En un episodio asmático, las expectativas de vida se cuentan en bocanadas de aire y segundos. Cada inhalación cuenta, cada instante sin dilatar los bronquios puede ser letal.
Esto lo saben bien los Carrasquel, una familia con varias generaciones asentados en el barrio el 70 de El Valle, al suroeste de Caracas. Esta tradición convirtió la urgencia familiar en un asunto de la comunidad. De inmediato se activó un protocolo de solidaridad.
Alivio lejano
Aunque sin carros, ni influencias en los hospitales, los vecinos se aprestaron a ayudar. Ana fue bajada del cerro en un respiro. Abajo la esperaba el compadre de un vecino que sorteó las barricadas de la cuarentena. Una vez dentro del vehículo había dos opciones. Ambos eran viejos conocidos; el Hospital Clínico Universitario (HCU) y el Periférico de Coche. El primero a poco más de 3 kilómetros de distancia y el segundo a unos metros.
El de Coche tenía unos meses reabierto, a propósito de la atención a la pandemia. Toda lógica orientaba a esa como la mejor opción. El incremento de la frecuencia de los pitidos apelaba a una decisión rápida.
No lo habían terminado de pronunciar, cuando el chofer ya había movido la dirección en sentido a la alternativa más cercana. El perímetro de seguridad en torno al Periférico parece más una antesala a un hospital de guerra, que a un recinto hospitalario recién reinaugurado. Esa fue la sensación que dejó a los cuatro tripulantes a bordo.
Ana estaba acompañada en el puesto de atrás por su hija menor y de copiloto iba su esposo con la mirada siempre hacia el pecho de la concubina. A ratos volteaba a ver la inusualmente despejada avenida intercomunal de El Valle. Desde su asiento buscaba para alertar sobre cualquier anormalidad que interrumpiera el silencioso ambiente, resultado de la marcial cuarentena en la parroquia.
Una, dos, tres alcabalas y al final la negativa. “¿La señora tiene COVID-19?”, increpó un oficial luego de omitir cualquier saludo o gesto de contacto humano. Los instantes de duda fueron eternos. “Si decimos que tiene coronavirus, capaz que la meten y no sabemos más de ella en un tiempo. O peor le ponen el tratamiento equivocado y resulta peor la cosa”, pensó en milisegundos Rafael Carrasquel, en rol de esposo, enfermo y camillero.
Un nuevo pitido devolvió la lucidez a su pensamiento. “No, tiene asma. Necesitamos que la nebulicen”, respondió segundos antes de ser remitidos por el funcionario a otro centro. “Si tiene otra enfermedad, por favor, retírese. Aquí solo se atiende COVID-19”, remató el capitán.
Sin derecho a réplica, el militar les aconsejó acercarse al Poliedro de Caracas, como para salir del paso. El hospital intermedio de campaña instalado en el domo de La Rinconada estaba a poco más de 2 kilómetros.
Casi sin pensarlo se dirigieron al hospital de contingencia. Con menos obstáculos llegaron a la entrada del Poliedro, donde la negativa fue reiterada. “No hay nadie que la pueda ver, porque si se atiende a uno, después todos van a querer venir y aquí nada más hay gente con coronavirus”, explicó el oficial a cargo de la carpa puesta como recepción.
Agotadas las opciones y la paciencia. Ana atinó a decir con la voz ahogada, que la llevaran al HCU. El trayecto, por la autopista Valle-Coche fue asfixiante. La posibilidad de no ser atendidos una vez más era el pensamiento común, aunque silencioso, de todos en el carro.
Una nueva negativa los dejaría sin alternativa, en medio de la noche, sin vehículo propio y sin recursos para acceder a servicios privados. A medida que se acercaban retomaron la conversación para proponer otro sitio. El Hospital Dr. José María Vargas era el más próximo, pero al mismo tiempo de difícil acceso. De pronto, llegaron.
A las 9:45 pm, ya dentro del campus de la Universidad Central de Venezuela, donde queda el hospital escuela, la situación fluyó diferente.
El personal a cargo de la guardia en el servicio de triaje, como se denomina a la revisión previa al diagnóstico de un médico, los hizo pasar a una carpa instalada en el estacionamiento.
La lona se había puesto como módulo de recepción para pacientes con COVID-19. No obstante, la falta de insumos, déficit de personal y de equipos de bioseguridad impidió su continuidad.
Ana fue atendida dos horas después. Antes vio pasar a dos pacientes que llegaron mucho después que ella, pero alegaron síntomas de coronavirus para lograr entrar. Su emergencia no era prioridad. Como si de una competencia de deficiencias para respirar se tratase.
“Qué locura. Casi muero en una carpa afuera del hospital por no tener COVID-19”, suspiró ya aliviada. Al terminar la última nebulización en la mañana y con más aire en los pulmones, recordó que durante la espera se quedó dormida. Su aspiración de recibir atención no había sido una pesadilla.
El Pitazo