Los Estados Unidos de América no son una democracia, sino una república en su más amplio concepto de Estado. No existe en la constitución de ese país, ni en los papeles federales que la antecedieron, mención alguna sobre la democracia. Insistir en ese concepto dentro del sistema norteamericano es erróneo, y en ocasiones mal intencionado.
Las recientes elecciones en los Estados Unidos han develado el alcance de la pugna existente entre los intereses globalistas y los conservadores por el control de las instituciones políticas, especialmente la Suprema Corte de Justicia. Lo que está en juego a partir del 3 de noviembre de 2020 no es un cargo ejecutivo federal, el de la Presidencia, sino el concepto mismo de república.
En mi opinión, el enfoque narrativo que se ha esgrimido por parte de la campaña política del candidato demócrata ha sido dirigido en función de cuestionar la institucionalidad republicana con la cual se sostienen los Estados Unidos. Previamente a las elecciones, la Suprema Corte de Justicia se convirtió en el centro del debate político demócrata, y es que el planteamiento fundamental estuvo basado en la “necesidad” de ampliar el número de magistrados en el máximo tribunal federal. La elección de la magistrada Amy Conney Barrett en los términos y condiciones dispuestos en la constitución suscitó un debate desleal en función de cuestionar la legitimidad de la elección y posteriormente de la propia Suprema Corte. Se intentaron, además, maniobras políticas de bloqueo al proceso, que finalmente no prosperaron.
Así mismo, a partir del debate suscitado el 3 de noviembre, se ha catalizado el cuestionamiento institucional a través del discurso producido desde la campaña demócrata con propósito del acontecimiento político. No solo se pretende minar la legitimidad de la Suprema Corte para dirimir la pugna electoral en base a legítimos reclamos surgidos por parte de la campaña republicana, sino que también, banalizar y satanizar lo derechos que corresponden al candidato Trump en tal sentido.
Se insiste en presentar una debilidad institucional en base a los reclamos del Presidente Trump debido al supuesto de la “necesidad” para cambiar en futuro próximo las reglas de juego electoral por cuanto el sistema “ha fallado”, siendo en este caso el colegio electoral lo más atacado en el discurso democrata. Yo no estoy de acuerdo con esa opinión. Mi defensa al sistema electoral norteamericano no está basada en una perfección inexistente en dicha institución para evitar fraudes, sino que por el contrario, siendo que el sistema puede ser vulnerado deja abierta la posibilidad de activar procesos institucionales, auxiliares, que permiten la verificación y corrección ante cualquier eventualidad. El sistema ha cumplido con su función.
De consumarse la pretensión discursiva demócrata, no tengo dudas, debilitaran la base institucional republicana, y a través del caos social presionaran en las cámaras para consumar su proyecto de ampliación de los magistradas de la Suprema Corte de Justicia e impulsaran luego los procesos de enmiendas constitucionales, siendo la segunda enmienda la primera víctima de dicha retorica.
Si bien es cierto, el partido demócrata está peleando la presidencia, su discurso está centrado en el debilitamiento institucional. Su aspiración contempla la concreción de un marco político convulso, propicio para ahondar en su agenda de transformación político-social de carácter globalista y profundamente antiamericana. Estamos en presencia de una pugna entre la América profunda y el multiculturalismo progresista: este escenario es, en sí mimo, y en su sentido más amplio, el desafío de la identidad nacional de los estadounidenses