En tiempos de pandemia, la España rural seduce a los «nómadas digitales»

Cansado de Madrid y sus aglomeraciones, Antonio Linaje aprovechó el teletrabajo propiciado por la pandemia para instalarse en el pueblo de su infancia. Un fenómeno conocido como nomadismo digital, y tentador para muchos profesionales deseosos de reinventar su día a día.

«Siempre había querido volver a mi tierra», cuenta a AFP este joven de 28 años en la casa heredada de sus abuelos maternos en Villalba de Duero, un pueblo de 700 habitantes a 170 km al norte de Madrid.

Querencia familiar aparte, el factor clave en la mudanza de este consultor de asuntos públicos fue la fibra óptica, un bien escaso en el interior de España, aquejado de un vaciamiento demográfico fruto de seis décadas de éxodo rural.

Su cotidiano ha cambiado radicalmente desde octubre: si en la capital empezaba el día metiéndose en el metro para ir a trabajar, en Villalba su primera tarea en invierno, antes de abrir el ordenador, consiste en bajar a la cochera y encender «la gloria», un sistema de calefacción a base de leña que permite caldear los suelos de la casa.

En el pueblo abundan las casas abandonadas, y hay sólo un bar. Pero Antonio, criado en la zona y con experiencia laboral en Panamá, pone por delante los beneficios, como ganar en tiempo libre, comprarle la comida a vendedores ambulantes y no a cadenas de supermercados, y «ver mucho más a la familia».

«Vivir en un pueblo son todo ventajas, no sólo para mí, sino para el conjunto de la población», porque alivia fenómenos como la carestía de vida o las aglomeraciones en el transporte, asegura.

«Esto es global»

La experiencia de Antonio no es ninguna excepción, apunta la catalana Diana Moret, que en 2015 fundó Pandora Hub, una plataforma de dinamizadores rurales con proyectos últimamente en Alemania, Francia, Indonesia o Camboya.

«Esto es global, en la web nos escribe gente de todo el mundo», explica a AFP.

La particularidad española está en el vaciamiento de las regiones del interior, territorios donde el envejecimiento generalizado y la escasísima densidad de población dificultan la ecuación económica de invertir en tecnología.

Según un informe del sindicato UGT, 13 de los 47 millones de españoles carecen de una conexión de calidad a internet. Una situación que frustra oportunidades, como le sucedió a Carmen Rogado, empleada de banca de 36 años en Madrid.

«Quieres volver de alguna manera, y al final las circunstancias te hacen quedarte en ciudades grandes», lamenta esta mujer que pensó instalarse en su pueblo natal, Arabayona de Mógica (400 habitantes), pero no pudo por la mala conexión a internet.

Precisamente, el gobierno quiere atajar el problema con el ambicioso «Plan España Digital 2025», alimentado por fondos europeos. Su objetivo: «garantizar una conectividad digital adecuada para el 100% de la población» de aquí a cinco años.

Una «oportunidad histórica»

Y es que la revitalización urge en estos territorios negligidos desde hace décadas por las administraciones, incide Gema Román, directora de Comunicación de Consumo en la consultora Atrevia.

Según ella, lo primero es invertir dinero público en levantar escuelas y hospitales, ante esta «oportunidad histórica» de «volver a enraizar población en estas zonas» de interior como Castilla, Aragón o Extremadura.

Dos patas, sanidad y educación, que necesitan de una tercera: reconstruir el tejido económico, juntando a profesionales en torno a proyectos concretos, porque ésa «es la mejor herramienta para repoblar: producir y consolidar oportunidades laborales», añade Diana Moret.

Por el camino, Gema Román apuesta por «modelos mixtos» que alternen presencialidad y teletrabajo, ella que vive la mayor parte de la semana en San Martín de Castañeda, un pueblo de poco más de 100 habitantes a 4 horas en coche de Madrid.

«Es una perspectiva nueva», dice presumiendo de las actividades vivificantes del día a día, como velar por que la lluvia no moje la leña indispensable para calentar la casa.

«Me ha cambiado la vida»

Y si el interior de España está atrayendo profesionales desencantados con las grandes ciudades, la costa no se queda atrás.

Es la historia de Raquel Caramés, madrileña de 38 años y oriunda de Galicia, en la otra punta del país, que desde hace tiempo fantaseaba con trabajar en Chiclana, una localidad de la costa andaluza donde solía veranear.

«He ganado tranquilidad, tiempo y contacto con la naturaleza», aparte de que «todo es muchísimo más barato», cuenta en su nuevo apartamento, a dos calles de la playa.

Tras el fastidioso confinamiento domiciliario de la primavera, que vivió sola en su piso de Madrid, en septiembre abandonó su trabajo en el equipo de comunicación de la cervecera Mahou.

El destino premió su audacia, porque el mismo día que presentó su baja voluntaria, la contrataron en Ruralka, una cadena de hoteles rurales con sede en la capital española, adonde viaja puntualmente.

«Me ha cambiado la vida», afirma sonriente esta mujer políglota que después de vivir también en Dubái, Escocia, Brasil, Alemania y Francia aprecia el calor humano de sus vecinos chiclaneros: «hay una red muy potente de gente que está muy pendiente de ti».

AFP

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