El gran Burundún Burundá ha muerto, es una novela del escritor colombiano Jorge Zalamea, en ella se caricaturiza la vida política y las estrategias para mantener el poder, a través de un régimen totalitario de violencia y censura. Aquí se refleja la vida política colombiana en la década de los 40, pero podría ser la realidad de otros países latinoamericanos, en cualquier época, sometidos a la voluntad y caprichos de un tirano. Esta novela nos presenta un magistral relato del cortejo funerario del dictador, cuya personalidad sintetiza la de todos los sátrapas que en la historia de la humanidad han gobernado algunos países y en nuestro continente ha representado siempre al dictador de turno.
El todopoderoso Burundún nada descuida; hasta predispone el ceremonial para su muerte, siempre que suponga posible que esto ocurra. El escritor va describiendo detalladamente las corporaciones y altos mandos, cuerpos del ejército y dignatarios de palacio, exponentes de la política y la iglesia, personalidades infames que rodearon al difunto en su época de poder, que de él vivieron y con él prosperaron, antes dispuestos a todo para ganarse su favor y preservar sus vidas, ahora en espera de devorarse entre sí, para medrar de nuevo, rápidamente.
Zalamea ubica al lector en el desfile funerario tras la muerte del dictador; el cortejo mortuorio es el testimonio de la amplitud y la extravagancia de su violencia. En la avenida más ancha y más larga del planeta, despliega el escritor, el fastuoso cortejo fúnebre del todopoderoso Burundún Burundá, tirano que proscribió hasta el habla en sus ciudadanos para que se volvieran dóciles como los animales, pues el sagaz dueño de las vidas y los ejércitos columbró que la palabra articulada producía inconformidad e infelicidad.
A la zaga del carruaje que transporta su ataúd, marcha también el escalofriante cuerpo policial, todos vestidos de civil, los testaferros, los abogados, los parientes falsos, los empresarios y políticos cohabitadores, en fin… la comparsa que traslada a nuevas manos las tierras abandonadas por sus dueños genuinos tras el paso devastador de los ejércitos de la tiranía.
El cortejo marcial y fúnebre representa el espeso reguero que dejará tras de sí el pomposo furgón del caudillismo, quien ponderó su poder y simbolizó sus cosechas, y todas las secuelas de la tiranía. El símbolo de los frutos del autócrata, lo componen sus seguidores, cómplices y súbditos, aquellos que participaron en alguna medida de su gobierno y compartieron responsabilidades y beneficios. Con ellos el gran Burundún utilizó la demagogia reformista y la represión para lograr el control y la hegemonía del estado, y comenzó tratando de ser un gran “reformador” moral y social para definirse finalmente como un dictador.
En esta sátira política hay dos momentos en que se expresan relaciones distintas del poder con la palabra. El primer momento es el ascenso al poder del dictador y el segundo es su pérdida de la capacidad de hablar y la posterior prohibición de la palabra para todos los habitantes. Antes de ocupar un lugar de poder, el dictador se caracterizaba por su incontinencia verbal: Hablaba como una hemorragia, como cuando un río se convierte en catarata.
El tirano, quien usaba su palabra para destruir a los demás, así como hay quienes destruyen con un cuchillo, con una piqueta, con una antorcha, Burundún destruía con la palabra. Sin embargo, un día cayó la desgracia sobre él mismo y su aparato vocal comenzó a dañarse y allí escogió el camino que, estoy seguro es el sueño dorado de toda satrapía, prohibió el uso de la palabra en cualquier ser humano: “si las bestias son más dóciles y más felices que los hombres, es porque no participan de la maldición de la palabra articulada. Que chillen si tienen hambre; que tosan si tienen frío; que bramen si están en celo; que gorjeen si están dichosos; que cacareen si despiertos; que rebuznen si entusiastas; gañan si codiciosos y gruñan si coléricos, pero que no hagan indecente inventario entre unos y otros de sus deseos ni se estimulen sediciosamente en ellos fomentándolos con palabras” sentenció el dictador.
Esta historia ambientada en la Colombia de los años cuarenta, es la prueba fehaciente de hasta dónde puede conducir la tenencia de un poder omnímodo que liquida la Constitucionalidad; el Estado de Derecho; las instituciones; la moral, decencia, principios y valores de la población. Mi tía Filotea, me recuerda que este relato y sus analogías se asemejan a una historia que conté hace algún tiempo que trataba sobre el régimen dictatorial del general hondureño, Tiburcio Carías Andino, quien oprimió a su país, desde 1936 hasta 1949, aplicando la doctrina “encierro, destierro y entierro”, caracterizada por el fusilamiento físico de los opositores.
Noel Álvarez / @alvareznv / Noelalvarez10@gmail.com