Vivimos tiempos de pesimismo y pasividad. La ciencia política nos alerta, cada vez con mayor insistencia, sobre decadencia de la democracia y restricciones a la libertad, hechos incompatibles con el auge que registra la sociedad del conocimiento. Desde diversos lugares del planeta, surgen voces convencidas de que la vida democrática con garantías de libertad atraviesa una época de agonía y olvido, solo rota, intermitentemente, por el oportunismo electoralista, para luego retornar a la esclavitud y la obediencia al amo de los esclavos.
Se considera que la libertad es un derecho intrínseco al ser humano, lo cual quiere decir que, no debe ser restringido y que, quien lo menoscabe o limite, estará atentando contra uno de los privilegios más valiosos del ser humano. La libertad es la facultad que poseemos de elegir entre múltiples opciones, a mayor número de ellas, mayor es el grado de libertad, por lo tanto, la mayor libertad sería poder elegir entre un infinito número de opciones, sin limitaciones. Pero, si a la libertad individual le añadimos el hecho de que no vivimos solos, sino que compartimos la realidad con otros individuos, poseedores también de intereses, entonces la libertad general debería ser la sumatoria de todas las libertades individuales.
Según el artículo 4 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a otro». La libertad es lo que le permite al individuo tomar sus propias decisiones, hacer elecciones y, de una manera u otra, construir su vida y experiencia vital. Se supone que siempre, en todas las cosas que hacemos o sobre las cuales, incluso no hacemos, existe un nivel de libertad que presupone algún tipo de elección, a cambiar algo o dejarlo en determinado estado. Entonces, podríamos decir que un hombre libre es aquel que, teniendo la fuerza y el ingenio para hacer algo, no se le impide hacer, lo que su voluntad le permite hacer.
John Stuart Mill en su trabajo, Sobre la libertad, fue el primero en reconocer la diferencia entre la libertad de actuar y la libertad como la ausencia de coerción. En su libro Dos conceptos de libertad, Isaiah Berlin enmarca formalmente las diferencias entre dos perspectivas, como si hiciera una distinción entre dos conceptos opuestos de libertad: libertad positiva y libertad negativa. El último designa una condición negativa en la cual un individuo está protegido de la tiranía y del ejercicio arbitrario de la autoridad, mientras que el primero se refiere a la libertad que proviene del dominio propio, la libertad de las compulsiones internas como la debilidad y el miedo.
Fyodor Dostoyevski, uno de los principales escritores de la Rusia zarista, en algún momento expresó que “la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas» y en nuestra vida cotidiana podremos notar que tenía razón; aunque se crea que como seres humanos tenemos derecho a la libertad, no importa en qué contexto nos encontremos, en qué situación, tiempo y espacio, no existe plena libertad. Y la opresión en la que vivimos hace que muchas veces ni siquiera notemos la falta de ésta. Podríamos decir que, como mínimo, poseemos la libertad de pensar, y volamos por el mundo y fuera de él, pero nuestras ideas continúan arraigadas a la cultura, religión e ideales de la comunidad en la que nos desarrollamos.
En todas las épocas el desarrollo de la libertad ha sido obstaculizado por sus enemigos naturales: la ignorancia y la superstición; el deseo de conquista y el amor al lujo; por el afán de poder y la desesperada necesidad de comida de los más necesitados. Durante largos intervalos, este supremo derecho, ha sido completamente detenido, cuando las naciones tuvieron que ser rescatadas de la barbarie y del dominio extranjero, y cuando la eterna lucha por la supervivencia, que priva a los hombres de cualquier interés o comprensión de la política, les apremió a la venta de sus derechos de primogenitura por un plato de lentejas, ignorantes del tesoro a que renunciaban.
Más de una vez, el político y escritor francés Maximilien Robespierre puso en guardia a sus partidarios sobre las consecuencias de la intoxicación del poder. Los previno de no volverse demasiado presuntuosos: no «inflarse, no contagiarse de vanidad jacobina”. Escritores antiguos vieron con toda claridad que cualquier forma de gobierno, dejada a su libre albedrío, camina hacia el exceso y provoca una reacción: La monarquía se convierte en despotismo; la aristocracia en oligarquía; y la democracia queda desbordada por la supremacía del número, comúnmente llamada “dictadura de la mayoría”.
Noel Álvarez
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