Desde muy joven hemos manejado la idea de analizar las Siete Palabras de Cristo en la Cruz de su Calvario, su Pasión y Su Muerte. Pensamos siempre en la respetuosidad que eso conllevaba y la forma delicada de presentar las cosas más difíciles. Sin embargo, pensamos, por otro lado, que las mediciones de estas palabras, a diferentes niveles, permitían elevar el pensamiento de Cristo a sus misiones y poblaciones, y lograr que desde el pueblo más modesto y hasta el más expresivo e instruido fuera opinador sobre la palabra de Jesús sacrificado dando oídos a la expansión profunda de las Siete Palabras que siguen dando la vuelta al mundo en cada Semana Santa y que, cada año, esa valoración sea más estimada por el pueblo con sus propias palabras para que concienticen al apostolado mundial en sus pensamientos y deseos sobre los mensajes venerados y sustantivos de su proclama en el peor momento de su gloriosa vida y hacia la eternidad. Las Siete Palabras o el mensaje al mundo del Cristo vivo antes de la Resurrección.
Primera: “Padre, perdónales que no saben lo que hacen”. Dios tenía para el pueblo buenos propósitos. En cambio, el pueblo no tenía nada bueno para Él. Pero Dios, en su misericordia completa, integrada e infinita, sabía que el pueblo no lo conocía y, por eso, el exclama “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Desde luego, eran los judíos, eran los Herodes, los Caifás y los Barrabas. Ellos se reunieron dentro de su anarquía e ignorancia. En ese sentido, ya Él había dado, de su poder absoluto, favores y beneficios para la población.
Segunda: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Pero también Dios se percató de que era necesario elevar al máximo los valores espirituales de la enseñanza para recoger que se dieran cita en los primeros pasos de su vida que alcanzara su filosofía y su grandeza. De allí, El reconoce que el “buen samaritano” que tiene a su lado, aun siendo ladrón, sus sentimientos, cariño y respeto lo elevaban al mérito y reconocimiento de todas sus inclinaciones y estímulos que eran buenos y nobles. Por eso, lo invita a estar con Él en el Paraíso. Así trata Cristo a los arrepentidos.
Tercera: “Mujer, ahí tienes a tu hijo!”. Mucho se ha comentado esta intervención de Cristo en la Cruz. A qué hijo se refería Cristo? Sin duda, quería distinguir a Juan y a la Virgen María, su madre. A quien más se lo iba a dirigir? El era Dios y lo sabía todo, por eso, todo lo dirigió y recordaba que era Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta oración nos hace recordar el amor que Él sentía por su madre y como la admiraba por su honor y su santa voluntad. Es fácil comprender que no era chiquito el dolor que sentía ante el calor pícaro de aquel acto lleno de maldad e injusticia. Ya Pilatos se había adelantado: “no consigo culpabilidad en este hombre”.
Cuarta: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. El era Dios pero también era hombre. Sabía su compromiso con su Padre Celestial, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No pedía ayuda, pero el dolor era inmenso e insoportable. Se sintió abandonado en el momento de mayor debilidad. Al fin y al cabo, todos estaban acompañando porque todos sabían que su compromiso y sacrificio le costaría su propia vida. Por eso, uno murió pero los tres resucitaron y vivieron para la eternidad. Luego, Uno sirvió a todos y todos sirvieron a Uno. El misterio de la Santísima Trinidad le daba fortaleza y poder.
Quinta: “Tengo sed”. Vinagre, hiel, sinsabores, agua sucia. De todo se había dado a tomar a Cristo, víctima de todos incluyendo las bondades y tratos de la Magdalena en los momentos difíciles. Ella secó y besó sus pies. La sed no era de un día sino de una tarea completa que, según Él, solo terminaba al final. Un samaritano empapó su estopa de agua y enjugó sus labios.
Sexta: “Todo está cumplido”. El estaba moribundo, sin fuerzas pero lleno de entereza espiritual. Cuando exclamó “todo está cumplido” daba por hecho su compromiso. La dura y significativa tarea casi terminaba. Todo se había realizado conforme al orden y veredicto de lo que debía hacerse para salvar al mundo del pecado.
Séptima: “Padre, en Tus Manos encomiendo mi Espíritu”. Su Espíritu debía recibir la expresión buena de todo. Jesús sabía que había actuado dando testimonio de fe y sentido de responsabilidad como correspondía. El había tolerado todo, había superado momentos de debilidad y para el cumplimiento del deber hubo de hacer valer todo su sacrificio y esfuerzo. Sabía que la muerte de su cuerpo era ya inminente, era el momento de mayor debilidad como ser humano pero logró doblegar esa debilidad con la mayor muestra de fortaleza y convicción de la que puede ser capaz un ser humano que es la entrega de sí al Padre con absoluta confianza.
Asi, entregó Cristo a Su Padre Celestial el trabajo y la obra concluida. Pero ella había que derramarla hacia el mundo, los conglomerados y la humanidad. Cristo dio a su Padre la confianza que producía el amor de su Padre hacia Él y su inmenso performance.
Ante ello, todos debemos imitar esa confianza y darle vigor espiritual e intelectual para solo depender de nuestro Dios para siempre.
Luis Acosta