La pobreza en todas sus manifestaciones, aunque luzca como un juicio inapropiado, ha sido y es una constante situación de América Latina. Probablemente sean muchas las causas que determinan tan desalentador panorama; quizás tengan razón cada uno de los analistas que expresan criterios al respecto, puesto que todos fundamentan su opinión con argumentos válidos. Tengo también la mía, y la voy a vaciar en la palestra pública, a los efectos de las consideraciones pertinentes.
Después de los movimientos políticos y militares que encabezaron las guerras independentistas de la región, en los últimos dos siglos, en la mayoría de los países latinoamericanos, la conducción de nuestros pueblos ha estado en manos de castas militares. Para desgracia de este lado del continente, las Fuerzas Armadas que se organizaron en las diferentes naciones, ya libres del poderío europeo, se atribuyeron la herencia de los ejércitos libertadores; esto suponía que sólo los uniformados tenían derecho a gobernarnos.
Es así como los regímenes militares, caracterizados por sus prácticas totalitaristas, se sucedían unos a otros, en más del 85% de las repúblicas latinoamericanas. Fue en la segunda mitad del siglo XX, cuando los países libres, democráticos, e incluso desarrollados en el mundo, voltearon sus miradas hacia la América Latina militarizada. Establecieron una especie de cerco profiláctico, con el objeto de combatir las dictaduras existentes o evitar la proliferación de gobiernos castrenses en el continente. Venezuela fue pionero de esta estrategia, cuando Rómulo Betancourt, en su condición de Presidente Constitucional electo por el pueblo, regía los destinos de la nación.
Durante treinta o cuarenta años continuos Latinoamérica se pobló de democracias civilistas, período en el cual los países de la región alcanzaron importantes niveles de desarrollo económico y de ascenso social, situación que contrastaba con la pobreza y la miseria en todas sus manifestaciones, en la que la dejaron los militares en más de un siglo de sumisión castrense.
Lamentablemente hoy los militares han recuperado buena parte del poder que antes ejercieron. Se han valido, precisamente, de los métodos que usa la democracia, los cuales estiran y encogen según sus conveniencias para asaltar el poder y perpetuarse en el mando. Las Fuerzas Armadas, que deberían estar al servicio de la nación como en los países desarrollados, las ponen a disposición exclusiva de los proyectos militaristas; éstos tienen una característica especial que los identifica: los militares de graduación superior se asocian, buscan un títere civil que funge como jefe de gobierno, mientras que son ellos, los uniformados, quienes ejercen el mando “detrás del trono”. Venezuela es el ejemplo más elocuente que tenemos a la vista. En este país, además, la dictadura militar apunta hacia un modelo nazicomunista.
Antonio Urdaneta Aguirre
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