En la vida todos nos enfrentaremos en al menos una ocasión a una situación que consideraremos insoportable, o que sobrepasa nuestras capacidades por lo que seguramente apelaremos a recursos emocionales, como por ejemplo, recordar la última ocasión en la que nos enfrentamos a una situación similar y nos logramos sobreponer, o bien, pidiendo a DIOS nos brinde la ayuda necesaria.
De cualquier forma, el ser humano en condiciones relativamente normales necesita estar motivado por la esperanza de que el futuro será mejor. Ya el psiquiatra Viktor Frankl mencionaba a propósito de su experiencia en la II guerra mundial que “los campos de concentración nazis dan fe de que los prisioneros más aptos para la supervivencia resultaron ser aquellos a quienes esperaba alguna persona o les apremiaba la responsabilidad de acabar una tarea o cumplir una misión”.
Por lo que, sin duda, es una muestra del papel fundamental que juega la esperanza colectiva, de hecho, el origen mismo de la sociedad obedece a la comprensión de que la vida en comunidad permite diversificar tareas y responsabilidades.
Ahora bien, las sociedades más evolucionadas son aquellas que de alguna manera lograron comprender la importancia de sobreponer los valores de la honradez, honestidad, solidaridad por encima de los intereses personales y egoístas. De esta manera al tener una visión optimista respecto al otro podemos apelar a la buena fe.
En Venezuela particularmente sufrimos de varios factores que impiden nuestro progreso como sociedad, desde la mal llamada viveza criolla que no es otra cosa que la necesidad de querer justificar la trampa o el abuso, hasta una incomprensible sobrevaloración por lo que viene de afuera. Cómo lo describe Ernesto Martin Baro los latinoamericanos sufrimos del síndrome del fatalismo, tenemos una leve tendencia a ver con admiración lo que nos es extraño y a infravalorar en ocasiones lo nuestro.
Sin embargo, podemos reconocer que en este tipo de reacciones ha sido producto del condicionamiento al que hemos sido sometidos, diversos estudios arrojan que los latinoamericanos hemos desarrollado una especie de resignación y bajas expectativas a futuro como mecanismo de defensa frente a un futuro que siempre pinta incierto.
Por lo menos a nivel político, es común que nos desilusionemos de candidatos que prometen mucho y cumplen muy poco, pero cada 6 años nos llenemos de entusiasmo e ilusión y busquemos ese liderazgo paternalista que resuelva todos nuestros problemas.
Es como si nuestro cerebro se programará bajo la resignación para hacer más tolerable el sufrimiento y librar nuestra sensación de impotencia e incapacidad de poder cambiar los acontecimientos.
Por lo tanto, evidentemente el conformismo, la pasividad y la fijación de la atención en un eterno presente hacen cuesta arriba la idea de un mejor futuro.
Muy bien, ahora que sabemos la importancia de la esperanza, tenemos que tener en cuenta lo difícil que es sembrar a largo plazo si no ven resultados cercanos a cambio del esfuerzo. Pues tenemos mucha desconfianza frente a los acontecimientos futuros y nadie tiene certeza frente a los mismo.
Nuestras esperanzas son frágiles después de tantas decepciones, nos cuesta creer. Sin embargo, hoy estamos frente al reto de poder sostener un esfuerzo colectivo con miradas a mediano plazo.
Frente a los retos que se avecinan necesitamos reconstruir la fibra social para que entre todos asumamos la responsabilidad que nos corresponde para poder avanzar en el rescate de Venezuela, siempre administrando la esperanza como el recurso psicológico más importante que tenemos, capaz de hacernos soñar y materializar los anhelos de libertad.
José Leonardo Caldera
@joseleonardocaldera