Desde los tiempos de la lucha por la independencia de Venezuela, diferentes legiones de extranjeros se hicieron presentes en lo que posteriormente sería el territorio de la Gran Colombina y seguidamente el de la república de Venezuela. El colorido variopinto de los estandartes de las fuerzas republicanas contaba con los contrastes que imponían las banderas de otros países y los acentos e idiomas peculiares de esos emprendedores de otras latitudes. Fue así como en los campos de batalla derramaron su sangre hombres y mujeres que vinieron de Inglaterra, destacando la delegación de Escocia, entremezclada con haitianos y norteamericanos, insignias del nuevo mundo.
La guerra de independencia fue un ejemplo de sacrificios compartidos entre los habitantes de América Latina, más allá de las discrepancias y celos que afloraban para perturbar la empresa libertadora emprendida entre 1810 y 1824, que produjo el fruto glorioso de la emancipación de nuestros pueblos. En esa refriega jugó un rol preponderante la estirpe venezolanista. Eso no se puede ni negar ni ocultar porque lo que sucedió en Pantano de Vargas o en Boyacá tiene la marca de los lanceros criollos, al igual que la espada del Mariscal Antonio José de Sucre brillo en las alturas de Pichincha y entre los aires de Ayacucho.
Posteriormente, entrando al siglo 20, Venezuela fue puerta franca para recibir a miles de inmigrantes que huían de las cruentas guerras mundiales ¡escenificadas, fundamentalmente, en Europa. Especialmente en medio de la segunda conflagración vinieron a parar a nuestras fronteras centenares de emigrantes a los que se les abrieron nuestros espacios con un afecto familiar que los hacía sentir como miembros de nuestra patria. Eran seres humanos a los que tratábamos con respeto y cuando los llamábamos musiues o turcos no había implícito en esos términos ningún mensaje de odio ni de humillación, eran palabras que se incorporaron a nuestro lenguaje para hacer llevadera la vida entre esos miles de mujeres y de hombres que provenían de Italia, España, Portugal o de los países árabes. Todos ellos encontraron techo y pan, pero sobre todo un trato respetuoso entre los venezolanos que veamos en el zapatero remendón o en el vendedor de ropa por cuotas, en el panadero o en el albañil a un emprendedor que necesitaba de nuestro cariño por aquello que “no solo de pan vive el hombre”.
Ese mismo trato se los dimos en Venezuela a los miles de chilenos que llegaron huyendo de la dictadura de Pinochet. Nuestras universidades abrieron sus claustros para que se empinaran en diferentes cátedras profesores que encontraron trabajo digno, como agradecidamente lo ha relatado la afamada escritora Isabel Allende. No mas, ni menos que esas consideraciones son las que tenemos derecho a aspirar ahora los millones de venezolanos que se han visto forzados a escapar de las garras asesinas de la narcotiranía de Nicolás Maduro. ¿Será posible que entiendan eso en algunos países en donde una aberrante xenofobia ataca miserablemente a miles de venezolanos?
Carlos Ismayel
@CYsmayel