Es difícil que la inmensa mayoría de los ciudadanos venezolanos de hoy, afectados como están por la tragedia en la que está sumido el país, cambie de opinión con respecto a quienes ellos consideran culpables del desastre nacional. Lo comentan cada vez que pueden hacerlo, sin importarles el o los interlocutores; lo repiten tantas veces como oportunidades se les presenten, y lo difunden por cualquier vía, con el propósito de convencer a la población víctima de los procesos desinformativos de corte nazista del régimen.
Asegura la gente, y ya lo hace dejando de lado las inhibiciones que genera el miedo, que los culpables reales del caos y la ruina a la que ha llegado Venezuela, son los militares. Lo afirman con propiedad y con argumentos convincentes. Señalan, por ejemplo, que hace varios años la entonces titular de la Fiscalía General de la República, Doctora Luisa Ortega, activista reconocida del actual sistema político, denunció públicamente al Tribunal Supremo de Justicia, al considerar que este Poder Judicial estaba tomando decisiones inconstitucionales, las cuales eran contrarias a los preceptos que sirven de fundamento a nuestro Estado de Derecho. ¡Esa denuncia estremeció los cimientos de la democracia y puso en estado de alerta a los países libres y democráticos del mundo!
Piensan los hombres y mujeres de Venezuela que aman la libertad, que desde ese mismo momento los militares, incluso en su condición de ciudadanos investidos de autoridad, al tenor de los artículos 333 y 350 de la Constitución, han debido activarse en función restablecer el orden constitucional. Dejaron de hacerlo en aquel momento y tampoco lo hicieron después. Al contrario, a partir de aquel infeliz episodio, la complicidad de los militares con la dictadura ha llegado a cualquier extremo. ¡El resultado de la culpabilidad castrense, bien por acción u omisión, se materializa hoy en todos los matices de la tragedia nacional!
Es poco gratificante tener que admitir que la Fuerza Armada Nacional, que en los cuarenta años de democracia se contaba entre las instituciones de mayor prestigio y de elevado reconocimiento popular, hoy lamentablemente, también, como el resto de los entes públicos, tiene el piso cual si éste fuera su techo. Decir de los militares todo lo que piensa y comenta el ciudadano común, nada le añadiría a lo que ya se ha expuesto; porque es innecesario repetir lo que todo el país sabe. Son duras algunas apreciaciones, pero ellos se las han ganado. Incluso, algunas personas llegan tan lejos en sus aciertos o en sus especulaciones, que atribuyen la conducta de los uniformados a un supuesto complejo de “chiclanización” continua. Cuesta creerlo, pero cuando el río suena… ¡Alerta con este ruido, porque se trata de un caudaloso río humano!
Antonio Urdaneta Aguirre
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