En el devenir de la historia política de la humanidad el concepto de democracia, más allá de su acepción etimológica del griego δημοκρατία, doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno, ha ido evolucionando, originariamente desde el pensamiento griego, según la teoría clásica o tradición aristotélica de las formas de gobierno. Aristóteles consideró a la democracia una forma decadente de la politeia, una forma de gobierno corrupta y degenerada que lleva a la institución de un gobierno despótico de las clases inferiores o de muchos que gobiernan en nombre de la multitud, pero que no prestan atención a las necesidades de las mayorías.
Siglos después, Jean Jacques Rousseau, definió a la democracia como el gobierno directo del pueblo, es decir, un sistema en el que los ciudadanos podrían manifestar su voluntad para obtener un acuerdo común, un contrato social: “toda ley que el pueblo no ratifica, debe ser nula y no es ley, y la soberanía no puede ser representada por la misma razón que no puede ser enajenada”.
Así, el problema de la democracia, sus características y su prestigio o falta de prestigio como forma de gobierno, es tan antiguo como la propia reflexión de las cosas de la política, ha sido replanteado y reformulado en todas las épocas, de ahí que la discusión actual sobre el valor, concepto y vigencia de la democracia, sea común y hasta imprescindible en la cotidianidad de los Estados modernos.
La mayoría de los seres humanos nos preguntamos decepcionados por lo que está pasando con la democracia en el mundo contemporáneo. ¿Por qué tanta frustración, violencia, hambre, enfermedades? ¿Por qué las crisis políticas y económicas? ¿Por qué existen dictaduras de derecha, de izquierda? ¿Por qué algunos gobiernos que se dicen democráticos le hacen tanto daño al pueblo y subsisten disminuidos a su mínima expresión? ¿Quién y cómo se aprobará algo procedente de la mentira? Son preguntas cotidianas en estos tiempos. La respuesta es muy sencilla: nos mienten siempre, de un lado y de otro, siguen actuando como salvadores de la patria, en complicidad con quienes tienen el deber constitucional de brindar estabilidad sin parcialidad. La pieza que puede equilibrar la balanza está amarrada por los negocios y eso se verifica todos los días “por estas calles”.
Quienes actúan en contrario al bien común ―escribe San Luis de Montfort― “se parecen a un caracol, que todo lo mancha con su baba; como un sapo, que todo lo emponzoña con su veneno, o como una serpiente bíblica, que solo pretende engañar”. La claridad en el mensaje de los políticos es vital en una democracia, porque la política es, sin duda, un lugar privilegiado para la mentira. Hannah Arendt lo recuerda varias veces en Verdad y política, insistiendo en los estragos de la manipulación de masas, dado que la reescritura de la historia, la fabricación de imágenes sobrecogedoras son lo propio de todos los gobiernos.
Las expresiones populistas, el oportunismo y los escándalos rodean al político que usa las mentiras para manipular. Mientras esto persista seguirá la frustración de los seres humanos que vivimos bajo el sistema político conocido como democracia. El dirigente político con perfil de mentiroso siempre exhibe un lenguaje mesiánico y demagógico que nunca concreta sus afirmaciones. Si a usted le sobra un poco de tiempo o está aburrido, pero no le apetece ver un programa cómico, haga un esfuerzo y trate de escuchar el discurso de alguno de estos personajes. Identifique sus continuos llamados al trabajo en equipo, a la transparencia y a la unidad, curiosamente, esta última, concebida como un elemento que solo puede concretarse a su alrededor, con clara exclusión de sus oponentes.
Noel Álvarez
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