El negro Crisanto se había vuelto una celebridad en Guanare.
Con apenas 18 de edad, a mediados de los años 70, ya era profesor titular de Matemáticas, Física y Química en el liceo Carlos Emilio Muñoz Oráa, conocido popularmente como el CEMO. Se hizo célebre por su inteligencia y eso se resumía en una sola frase: “el negro es un taco”.
Además de ser el profesor más joven de todo el estado Portuguesa, el negro “Cris” tenía una pinta que mataba: afro impecable, camisas de cuello ancho hasta los hombros a lo “Cherry Navarro”, pantalones con bota de campana y suecos de dos tonos con plataforma. A cada paso que daba se encendía el piano bajo sus pies.
Y aunque era un tipo querido en el liceo, su popularidad entre los alumnos subió de nivel el día que le propinó un escarmiento de película al conocido “loco-gerán”.
El “loco-gerán” era el sobrenombre de un hombre que fingía demencia, y que deambulaba por las calles con la inenarrable costumbre de sacarse el pene para mostrarlo a las chicas que salían del liceo.
Un mediodía, terminado el horario de la mañana, Crisanto se topó con tres de esas niñas que, casi sin aliento, corrían de vuelta al liceo, escapando de una de las exhibiciones del “Loco-gerán”.
El profe salió a la calle y, sin que el loco se diera cuenta, lo rodeó como en emboscada militar. Luego se sacó de las trabillas del pantalón, una gruesa correa de cuero, de esas que tienen una hebilla ovalada de hierro en la punta, y después de enrollarse dos vueltas de correa en su mano derecha, le largó un latigazo al tipo que, distraído, reía con el pene en la mano.
En un solo movimiento, el “Loco-gerán” gritó “¡ay, coño!”, apretó las nalgas, pegó un brinco y emprendió la retirada a toda velocidad.
Cuentan que, al cruzar la esquina de la calle siguiente, la gente vio a un tipo que corría con el pene fuera del pantalón, mientras gritaba “agarren a ese loco”, señalando a Crisanto que lo perseguía con una correa en mano, en defensa de sus alumnas.
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El profe Cris no salía de farra con sus alumnos, a pesar de que los de 5° año casi tenían su edad.
Pasaba sus horas libres con una pequeña banda de amigos: Freddy, Ramón y Pit López, que manejaba un Camaro SS (SuperSalvaje) amarillo con franjas negras, al que llamaban ‘Sarampión’.
A pesar del desenfreno de la juventud, el grupo trataba (siempre que podía) de no afectar la reputación del profe, por eso no contaré lo que ocurrió la noche que se colaron en casa-museo del prócer José Antonio Paéz. No, por ahora. Cada vez, se inventaban excusas para terminar la farra con la intención de devolver al negro Cris a a buena hora, para que no faltara a su responsabilidad en el liceo.
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Cuando terminó el año escolar 1978, los amigos invitaron al profe Cris a celebrar en el lugar preferido de la bandita de amigos, una discoteca llamada La serpiente emplumada. Esa noche llegaron a bordo de “Sarampión”, cada uno con su pareja. Tomaron una mesa que estaba muy cerca de la pista de baile y pidieron un servicio de Black and White. El negro Crisanto, homenajeado de la velada, hizo los honores: destapó la botella y sirvió los primeros tragos. Pocas canciones después y en medio de los gritos y risotadas ya habían pedido la segunda botella.
En un momento se detuvo la música y el “disc jockey” dijo en el micrófono que iba a colocar unos temas dedicados al profesor Crisanto Navarro. Como ya les dije, era una celebridad. Los amigos que organizaron esa sorpresa, gritaron de alegría, como sólo gritan de alegría las personas que están a medio camino de una curda, y llegaron saltando a la pista de baile con los primeros acordes de “El cantante”, de Héctor Lavoe. Pronto notaron que Crisanto se quedó en la mesa y apenas les hizo un gesto inconcluso, una sonrisa breve. Ellos y ellas lo llamaron con insistencia, pero él les hizo esa seña de “ya va, ya voy”. Pero Crisanto seguía sentado en una butaca.
Aunque no les dijo, la razón era simple, había detectado un anillo con una piedra roja que brillaba en el suelo:
—¡Eso es un granate! —se dijo—.
Los amigos dieron la vuelta a la pista de baile y él volvió a mirar la joya y notó que el brillo aumentaba. Entonces pensó, como solo se puede pensar con casi dos botellas de güisky en la cabeza, que alguna luz de la discoteca chocaba con la piedra roja y la iluminaba, algo que confirmaba su necesidad de quedarse sentado en la butaca.
En un movimiento al estilo “Misión imposible”, deslizó la espalda por el respaldo de la butaca, dejando caer la cintura hacia el borde del asiento. Lo hizo lentamente, disimulando, al menos eso creía.
Mientras bajaba y estiraba el brazo para alcanzar el anillo, hizo unas cuentas rápidas:
—¡No joda!, en lo que tenga el anillo voy hasta la barra y pido dos botellas más —se frotaba las manos mentalmente—. Puedo dejar empeñado el anillo y seguimos la parranda en otra parte.
Imaginó que dos días después, cuando cobrara, podría pagar la cuenta y recuperar la joya, que sería objeto de canje en cualquier dificultad económica pero que conservaría como un legado, como una sucesión que quedaría dentro de la familia. Fanteseó con que un hijo lo diera a la novia pedida en matrimonio…
Crisanto bajó un poco más en la silla y tantéo en el suelo oscuro, pero no logró agarrar nada. Levantó la cabeza, se enderezó en la silla, buscó a los amigos y confirmó que aún bailaban en la pista. Los saludó con la sonrisa falsa de quien disimula la curda. Miró nuevamente de reojo y el anillo de granate le lanzó un mayor destello que esta vez lo encegueció.
Decidido a quedarse con el tesoro, calculó una vez más el sitio exacto para el aterrizaje de sus dedos y volvió descolgarse por el asiento:
—Cuando llegue con la otra botella, se van a quedar locos —se dijo—.
Estiró más la mano y cuando la supo encima del anillo, dobló los dedos para agarrarlo, no con la yema, sino con la concavidad que queda entre los nudillos. Abrió los dedos como pinza y…
—¡Noooo joooooooda! —gritó Crisanto por encima de la música—.Los amigos dejaron la pista y corrieron creyendo que debían socorrerlo. Crisanto se apretaba la mano derecha con la izquierda y la metía intermitentemente en la hielera. Cuando calmó el dolor, notó que la discoteca estaba aclimatada con ventiladores en las paredes y que el anillo de granate brillaba cada vez que le pegaba el chorro de aire del ventilador más cercano.
Todavía hoy, 42 años después, los amigos recuerdan que el negro Crisanto, creyendo agarrar un anillo, se quemó entre los dedos de la mano derecha con una colilla de cigarrillo, que alguien lanzó al suelo sin apagar.
(*) Ernesto J. Navarro, es zuliano, periodista y escritor. Autor de la novela Puerto Nuevo y Premio Nacional de periodismo 2015.
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