A Nicolás Mendoza Villa lo buscan para matarlo. Se ha convertido en un fugitivo en México, su propio país. Él sufrió en carne propia la furia criminal del alcalde de Iguala, José Luis Abarca, quien hoy está preso en una cárcel federal acusado de la desaparición de 43 estudiantes. El testimonio de Mendoza, permite conocer hasta dónde llegaba la violencia del «rey de Iguala».
La pesadilla para Mendoza, de 44 años y cuatro hijos, empezó la tarde del 30 de mayo del 2013. Él era el chofer del ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder del movimiento de defensa de los campesinos Unidad Popular y principal opositor de Abarca. Aquella noche, Mendoza, Hernández y otros seis miembros del colectivo venían de uno de sus actos de protesta contra las acciones del alcalde cuando un vehículo les cerró el paso.
Hombres armados los hicieron bajar del auto e inmediatamente un hombre le disparó al ingeniero Hernández en la pierna y dieron disparos al aire. Se trataba de un secuestro que los llevaría a las afueras de Iguala a un lugar en el que había otros prisioneros.
Golpes con tubos de hierro y látigos de alambre les llovieron esa noche y la tortura continuó al día siguiente. El 1 de mayo vieron cuál sería su destino pues tres de los otros rehenes fueron asesinados. “A uno le cortaron la cabeza”, afirmó Mendoza, quien había visto que los criminales cavaron fosas para enterrar a sus víctimas durante la tarde.
Abarca se apareció esa noche. Miraba cómo los golpeaban mientras se bebía una cerveza. Mendoza recuerda que el alcalde vestía pantalones y polo negros ajustados. Iba acompañado de su jefe de policía.
Más entrada la noche Abarca dirigió su atención al ingeniero Hernández y ordenó que fuera llevado a una fosa.
“Ahí le empezó a decir: ‘¿Por qué me pintas el Ayuntamiento, eh? Ya que tanto me estás chingando, me voy a dar el gusto de matarte’. Vi cómo Abarca le apuntaba a la cabeza, en la mejilla izquierda, y le disparaba. Una vez caído en la fosa, le volvió a disparar», contó Mendoza.
El resto de rehenes temblaba por su vida. Algunos intentaron huir pero fueron rápidamente abatidos por los empleados de Abarca que detectaron sus intentos de huir.
Al día siguiente de la muerte del ingeniero Hernández, los hombres armados subieron a los rehenes en un vehículo junto con los cadáveres de Hernández y otro abatido y se dirigieron hacia un basurero de Mescala. Mendoza señala que hicieron esto para alejarse de la ciudad pues las personas empezaban a sospechar.
Cuando bajaron del vehículo, otro capturado, Ángel Román Ramírez, aprovechó que los delincuentes se distrajeron y empezó a correr. Lo mataron no mucho después. Sin embargo, los sicarios se acercaron a recoger su cadáver a paso lento y fue esa la oportunidad para Mendoza y el resto de los que quedaban vivos.
«Me metí entre los árboles, escuché seis disparos, pero no paré, creía que me alcanzaban, pero no me persiguieron. Pasamos ocho horas ocultos, hasta que paramos un coche que nos llevó a Iguala», recuerda Mendoza.
Desde ese día Mendoza ha huido de Iguala, de los sicarios, de Abarca. Tuvo que abandonar su ciudad y hacer que su familia se separe para que no sean encontrados. Sabe que su cabeza tiene precio.
Él es un testigo clave para la fiscalía mexicana en contra de Abarca por el asesinato de Hernández. Ahora solo pide protección para él y su familia.
El Comercio/Perú/El País