El escudo de piedra del ayuntamiento de Cubagua salió ileso del mítico cataclismo que destruyó a Nueva Cádiz, emergió triunfante de una larga permanencia de siglos bajo el verde mar de la isla y podía creerse que sobreviviría hasta el final de los tiempos pero ha desaparecido con sus casi quinientos años de historia a cuestas de donde se creía más seguro: la sombra acogedora del Museo Bolivariano de Caracas.
¿Que cuándo ocurrió eso? ¿Que quién se lo llevó? ¿Cómo saberlo en un país donde hay cosas muchísimo más livianas y codiciadas que viejas piedras esculpidas y desaparecen por miles de millones? Si se supo, nadie vio. Y si vio se lo calló. Y si no se lo calló, nadie le atendió.
El caso es que el escudo «de Cubagua» no está donde debía estar, ni quienes lo quitaron de allí dejaron dicho para dónde lo llevaron, algo impensable en cualquier museo del mundo y menos si estamos hablando de una de las reliquias históricas más antiguas de Venezuela y el continente, pues se sabe que andaba por estos predios desde 1528 cuando a la Villa de Santiago de Cubagua se le da el nombre de Nueva Cádiz, se le da autonomía política, ordenanzas y escudo de armas.
Por 1891 Don Arístides Rojas explicó prolijamente porqué Cubagua, la de aquellos ostiales que algunos aventureros creyeron inagotables, fue «La Primera Colonia en Aguas de Venezuela». Lo dijo en sus Orígenes Venezolanos, que sin duda 40 años más tarde fue una de las materias primas de Enrique Bernardo Núñez, incursionando en la novelística con su precursora Cubagua. Son muy claras las referencias tomadas de aquella obra del legendario cronista, y donde no falta una a «la puerta principal del Ayuntamiento, donde se veían las dos águilas con el blasón y la corona rematada en cruz».
Hoy ya se puede aclarar que no eran dos águilas, sino el águila bicéfala del Sacro Imperio Romano-Germánico y que la cruz que remataba la corona es la de Borgoña, pues el sello que ornaba el ayuntamiento de aquella primera villa del continente no era otro que el escudo de Armas de Carlos I de España y Carlos V del citado imperio. Pedro de Herrera, quien sacó sus relieves en piedra de Araya («roca calcárea de Cumaná», dice Rojas), seguramente pensaba que lo dejaba para la posteridad. Así era hasta no hace mucho. Un garfio de hierro y la figura en cartón de un negro de indumentaria colonial, sombrero y cesta de dulcería, viendo como asombrado el vacío dejado, es lo que queda.
Tengo una relación personal con ese escudo, mejor dicho con la isla de donde vino y, con la dispensa de ustedes, voy a contarla. Desde la ventana del cuarto donde nací es posible ver hacia el sureste del horizonte marino la franja árida y amarillenta de Cubagua o «Cuagua», como pronuncian los margariteños.
Caminé asombrado entre las ruinas de Nueva Cádiz, tal como las recuperó el incansable Cruxent y hoy en el olvido; he pescado en las aguas que la bordeaban, tan cristalinas que usted puede ver si lo que está mordisqueando la carnada es una cuna, una vieja o un mero; he caminado, esquivando tunas y cardones, los senderos que dejaron las manadas de chivos, que en un tiempo fueron sus pobladores más numerosos.
Pero además, en esa isla vivió tres años mi padre adolescente, de la caza y de la pesca, vestido de harapos como si fuera un Robinson Crusoe. Descubrir hace unas cuatro décadas en Caracas esa reliquia venida de tan lejos en el tiempo, pero tan cercana en el entorno geográfico de la infancia, nos causó más que honda impresión, conmoción.
Bien decía Don Arístides que ese escudo «es el único recuerdo que nos queda de aquella época de exterminio», y que a su vera fueron grandes las atrocidades cometidas por codiciosos y crueles aventureros.
Pero por eso mismo es el tipo de símbolos que nos obligan a recuperar la historia y a hurgar en los orígenes para apuntar a un futuro distinto.
Sufría Don Arístides porque vio a ese escudo «como abandonado» en el patio del edificio construido para la Exposición del Centenario de Bolívar. «Inútiles han sido nuestros esfuerzos para que este sello de armas de Carlos V sea cuidado como se merece; y ocho años hace que figura en el mismo lugar donde lo colocaron».
Qué tal si usted se enterara, Don Arístides, que el famoso escudo, ese emblemático recuerdo histórico, ha desaparecido sin dejar rastros. Estoy seguro de que tiraría su bombín al suelo y saltaría sobre él hasta despachurrarlo o se arrancaría una a una las blancas cerdas de su venerable mostacho. Ese emblema y muchas otras cosas han desaparecido. Usted dirá que todavía se agitan en esta tierra «los fantasmas de Cubagua». No será para siempre. Gente como usted, Núñez y Cruxent y muchos otros como ustedes nos volverán a inspirar algún día.
DC – TC
Foto: Archivo