El exmandatario brasileño Lula da Silva no es el único investigado por la justicia: Ricardo Martinelli y Cristina Fernández también están en la mira. Otros terminan su mandato de manera abrupta, como el guatemalteco Otto Pérez.
El 70% de aprobación popular que el entonces presidente guatemalteco Otto Pérez registraba en 2013 fue por completo inútil para el momento en que fue acusado por corrupción. En principio refutó las pesquisas y, como último recurso argumentativo, acusó una persecución. Las delaciones y el archivo de pruebas en su contra lo obligaron a la dimisión y el 3 de septiembre de 2015 los guatemaltecos vieron a Pérez, en vivo y en directo, defenderse ante un juez. Desde entonces, su domicilio es una cárcel militar.
Es diciente que a Pérez lo juzgue hoy un tribunal ordinario, regentado por el juez Miguel Ángel Gálvez: su título de presidente sólo sirve, en este caso, para que su pena constituya un desastre moral mayor. Guatemala ya había tenido la mala fortuna de la dictadura con la presidencia de facto de Efraín Ríos Montt, que hasta hoy carece de condena por crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, la resistencia a juzgar a los presidentes se disipa en la geografía general de América Latina. El caso del expresidente Lula da Silva, examinado ahora por su supuesta intervención en los sobornos entre la estatal Petrobras y numerosas empresas, es el más reciente en una cadena de presidencias latinoamericanas, en ocasiones demagogas, que capturaron el poder de las instituciones y quisieron imitar una dictadura suave. Y terminaron mal.
Brasil ya tiene un antecedente que sirve, al mismo tiempo, como advertencia: el presidente Fernando Color de Mello renunció a la presidencia en 1992, luego de que se comprobara que su tesorero, Paulo César Farías, sobornaba a cambio de favores políticos. Color de Mello, como Pérez, se declaró “víctima” de una campaña en su contra. Hoy, cuando es investigado también por el caso Petrobras, arguye lo mismo: que lo persiguen. Cierta inmunidad, entregada por su popularidad y en ocasiones por la ley, ha hecho que algunos presidentes consideren cualquier hecho en su contra como un ataque sin bases. Colombia no carece de esos ejemplos. Las pruebas en su contra son montajes; las pesquisas, una forma de la inquisición. Lula da Silva ha dicho que el Partido de los Trabajadores, que se encuentra en el poder con la presidenta Dilma Rousseff a la cabeza, es “perseguido” por los medios de comunicación. Varios de sus miembros (e incluso la presidenta) han sido ligados a los sobornos de Petrobras: su tesorero, Joao Vaccari Neto, fue condenado a 15 años de prisión.
Definirse como víctimas es casi una tradición entre los presidentes de América Latina que, por una u otra razón, tienen que rendir cuentas ante sus electores. “No nos van a correr unos buitres desplumados”, dijo la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner cuando su vicepresidente, Amado Boudou, fue llamado a declarar por cargos de corrupción. Se refería, por supuesto, a los jueces, que según ella estaban confabulados con la prensa. Ahora que es investigada por lavado de dinero en su campaña de 2007, Fernández ha dicho que el gobierno del nuevo presidente, Mauricio Macri, la persigue. Otra causa con su nombre en ella es la de la muerte del fiscal Alberto Nisman, quien falleció por causas desconocidas un día después de haber denunciado que Fernández encubría terroristas en Argentina.
El expresidente de Panamá Ricardo Martinelli está refugiado en EE.UU. desde que la Corte Suprema de su país le abrió un proceso por espionaje (habría ordenado interceptar las comunicaciones de periodistas, opositores y líderes indígenas) y también es investigado por apoderarse de dineros públicos. Como dicta la costumbre, Martinelli afirmó que era objeto de “una campaña de odio, persecución y descrédito” y ha dicho, con suficiente confianza, que el hoy presidente de Panamá, Juan Carlos Varela, quiere cobrarle cuentas personales. En diciembre, la Corte ordenó su detención preventiva. Martinelli no aparece.
El vicepresidente de la Cámara de Diputados de Brasil, el oficialista Víctor Borda, ha llegado incluso a afirmar que el proceso contra Lula es la prueba de “un complot de Estados Unidos contra todos los gobiernos izquierdistas”. Aunque su argumento se sostiene sobre la historia reciente (está comprobado que las autoridades estadounidenses han detenido y apoyado dictaduras en América Latina, como las de Pinochet en Chile y Noriega en Panamá), hasta ahora no pasa de ser una teoría conspirativa que, de cualquier modo, no refuta las pruebas del Ministerio Público brasileño contra empresarios y políticos. Tanto los gobiernos de Estados Unidos como los de América Latina sí han compartido, en cambio, una característica singular: la de desviar a la opinión pública cuando el protagonismo es desfavorable. “Uno pensaría que son aliados naturales”, dijo en otro tiempo el humorista George Carlin.
Otro presidente en vías de ser investigado es Evo Morales. La oposición, que ha sentido como un triunfo el hecho de que Morales no pueda presentarse a las próximas elecciones, pide que se lo investigue por presunto tráfico de influencias dado que Gabriela Zapata, una de sus exparejas, es al mismo tiempo la gerente de la empresa china CAMC, la mayor proveedora del Estado con contratos por cerca de los US$500 millones. Según El País de España, esta empresa se ha encargado por años de construir “carreteras, ferrocarriles y plantas industriales” en Bolivia, y ha sido sospechosa en varias ocasiones por el carácter “inusual” de sus contratos.
A los archivos de la corrupción latinoamericana han entrado el peruano Alberto Fujimori (condenado a 25 años de cárcel por crímenes de lesa humanidad), el venezolano Carlos Andrés Pérez (destituido por malversación de fondos) y el argentino Fernando de la Rúa, cuya caída se produjo por el alboroto popular. Numerosos mandatarios centroamericanos han afrontado juicios por corrupción, lavado de dinero y malversación de fondos. En algún punto, todos pensaron que saldrían bien librados.