Chávez mantuvo una comunicación directa con sus aliados fuera de la cárcel, solo esporádicamente se les limitaron los beneficios. Leopoldo López casi iguala al difunto mandatario en su tiempo de reclusión, sin que sobre él pese todavía una sentencia definitiva. Habían pasado 52 días del golpe de Estado.
Todavía, sin embargo, las aguas no volvían por completo a su cauce.
Los alrededores del Cuartel San Carlos, el recinto donde fueron a parar inicialmente los insurrectos, se había convertido en un permanente peregrinar de familiares y seguidores, que querían entrar a ver a los militares sublevados.
Las visitas se habían restringido y eso causó malestar en los detenidos.
Era 29 de marzo de 1992. Luis Alberto Pirela y Hugo Chávez Frías, dos de los detenidos jefes del golpe de Estado, burlaron la escasa custodia del cuartel.
Llegaron hasta la cerca de alambre que los separaba de sus familiares y comenzaron a vociferar consignas en contra del gobierno de Carlos Andrés Pérez, y en reclamo para que dejaran entrar a todos los visitantes.
Los guardias que los custodiaban dieron la voz de alarma e intentaron detenerlos a la fuerza.
Más actual. Otro escenario. Otra secuencia. Si hiciera rayas en las paredes, como hacen los presos en las películas, Leopoldo
López sumaba entonces más de 111, una por cada día en la cárcel de Ramo Verde. Afuera del penal, los electores de los municipios San Diego (Carabobo) y San Cristóbal (Táchira) todavía no salían de su estupor, tras la detención que sufrieron sus alcaldes en Caracas, acusados de no cumplir con su labor como burgomaestres y apoyar protestas callejeras del antichavismo.
Era viernes 30 de mayo de 2015. A la esposa de López, Lilian Tintori, animadora y deportista de venida en mártir peregrino, le frenaron su intento de ingresar a Ramo Verde para realizar su visita. Una rutina que hacía en compañía de sus dos hijos.
El líder de Voluntad Popular estaba castigado, aislado. Lo sancionaron, le confesó la guardia de seguridad, por hacer públicas sus ideas.
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