Conforme caminaba con su hijo de un año en brazos el desierto entre México y Estados Unidos, parecía interminable. Tenía 20 años cuando Zunny Bracho, nacida el 29 de junio de 1974 en Maracaibo, retó los peligros de una frontera donde se calcula han muerto 6 mil personas desde el 2000 en su intento de ir en la búsqueda del ‘sueño americano’.
Aquel 22 de julio de 1995 la vida les cambiaría a madre e hijo para siempre. Una botella de dos litros con agua y azúcar, una lata pequeña de leche instantánea y algunos pañales desechables eran todo su equipaje. No sabía nadar. El pánico la asaltaba al pensar en el río Bravo, vena de agua y sedimentos de unos 3 mil kilómetros que sortean los ‘mojados’ en su camino a Estados Unidos. Fueron seis horas de caminata en un trayecto de 45 kilómetros que comenzó de noche para evitar las temperaturas del desierto. El resto de la travesía fue en carro y avión.
Había mucho hermetismo. Zunny, la única mujer de un grupo de nueve ‘mojados’ sabía poco de cómo sería el trayecto. No haber obtenido la visa americana luego de varios intentos la llevó a esa decisión extrema.
“No sabes que va a pasar con tu vida. A quién le reclamas. Cruzas la frontera sin la garantía que vas a vivir. Creo que ha sido uno de los acontecimientos más dramáticos que he vivido, y al mismo tiempo uno de los más milagrosos”.
Cayeron en una zanja. Sentía que el fango se la tragaba. Los ocho hombres la halaban con fuerza, se resbaló dos veces hasta que lograron sacarlos.
Esa noche supo que los milagros existen. El lugar fangoso que atravesaron era el río Bravo. Sin darse cuenta había sorteado uno de los tramos más peligrosos del camino. “Para mi fue un milagro, pues no sé nadar. No tenía idea que esa zanja era el río. Ellos pasaron primero, hicieron como una cadena para sacarme. Luego supe que el fango donde había caído era el río. El cuerpo se me paralizó. Sentí la respuesta de Dios en este momento, iba muy cansada ya, pero eso me llenó de fortaleza”.
Un mes antes había partido desde Venezuela a México. Vivió un mes en el DF mientras se contactaba con las personas que la cruzarían. Luego llegó a Ciudad Juárez, en el estado mexicano de Chihuahua desde donde atravesarían el río Bravo, también llamado río Grande. Kilómetros y más kilómetros de terrenos desérticos fue todo lo que vio en el camino. El cansancio le robaba el aire.
Después de cruzar el río “tropecé con un cactus y las espinas se me incrustaron en la pierna. Caminé como una hora con esas espinas, ya sentía la pierna dormida. Recuerdo que ellos comentaban entre sí que no iba a poder. Y yo me decía: si puedo”.
Ya en territorio estadounidense, en la habitación de un pequeño hotel en Albuquerque, en Nuevo México, se metió una bañera con agua caliente para quitárselas con una pinza que pidió prestada. Tenía la rodilla caliente y enrojecida. En ese momento cayó en cuenta que empezaba a enfrentarse a la vida sola. Luego de pasar la noche, salieron hasta Dallas, en Texas. Allí estuvo tres días hasta los familiares de su primer esposo la recogieron para llevarla hasta Fort Lauderdale, en la Florida.
Al llegar, muchos inmigrantes conocen de cerca la explotación. “Mi primer trabajo fue en una fábrica donde bordaba franelas playeras que decían Florida. Operaba doce máquinas de coser al mismo tiempo. Entraba a las 5:00 de la tarde y salía a las 7:00 de la mañana. Tenía que estar parada todas esas horas. Para la mañana además de mis lágrimas rodando tenía las piernas inflamadas. Fue bastante fuerte. Conocí ese mundo que viven muchos latinos. Los dueños de la fábrica, eran judíos, nos quitaban las sillas porque no querían que nos sentáramos, pues querían producción. Fue algo que me pareció tan inhumano”.
Se divorció cuando su segundo hijo tenía cuatro años. Luego conoció a Brandon Stevens, padre de su tercera hija. “Tenemos doce años juntos. Él ha sido un ángel en su vida”.
A sus tres hijos, Manaure; Ismael Alberto y Emily, ha tratado de inculcarle sus raíces venezolanas. Conocen las arepas, las empanadas y las cachapas, aunque apenas ‘machuquen’ el español.
“Les hablo en español, pero el idioma que más dominan es el inglés, espero que algún día se interesen y lo hablen fluido. En Estados Unidos hablar los dos idiomas es una ventaja grandísima”, asegura.
Publicó Un día en Fragatt, una novela que ya suma una segunda edición. La escribió junto con su hermano Edwin Landerson Bracho. “La hicimos comunicándonos por internet. Mi hermano es muy especial, hace avisos publicitarios, pinta. Tiene una imaginación extraordinaria para escribir. En esa novela recreamos un mundo diferente”.
Su proyecto literario actual gira en torno a Theresa Catano, una veterana de guerra de la ‘Army’ de 94 años a quien conoció viviendo en la Florida. Ella le enseñó inglés. Desde hace trece años la adoptó en su familia. “Soy como su hija adoptiva. Ella es como mi mamá adoptiva. Ella es la última de diez hijos. Es como la abuela de mis hijos. Estaban muy pequeños cuando la conocieron. Las historias que me cuenta son fascinantes, en 1945, cuando ella entró al Ejército era muy difícil darle órdenes a un hombre y ella logró el rango más alto en su área. Me enseñó leyes. Me enseñó buenas cosas”.
Conoció a Theresa luego de mudarse a Ocala, cerca de Orlando. El papá de su esposo Brandon Stevens estaba muy enfermo y se mudaron para estar cerca de él. Ella era muy fuerte de carácter, muy cerrada. No hablaba con los vecinos.
“Cuando me mudé de la Florida me la llevé, Theresa no quiso separarse más de nosotros a tal punto que se enfermó cuando supo que nos mudaríamos. Soy su protectora y ella es mi viejita”. Su sueño de escribir lo cristalizó gracias a los consejos de Theresa. Ella le decía que podía lograrlo.
De Maracaibo añora las Navidades en familia, la música. Los momentos familiares tan cálidos. Los primos. “Los primeros años me costó adaptarme a esta cultura. Muchas veces quise tirar la toalla. Me quería regresar”.
Aunque su voz transmite calma, al hablar de su familia su alma se quiebra. “He soñado por tantos años ver a mi mamá llegar al aeropuerto. Tengo tantos años que no la veo que será un acontecimiento”.
Un nudo en su garganta cambia su tono de voz. Hay lágrimas y a la vez esperanza. “Te preguntas a dónde se fueron los años y piensas en todas las veces que quise correr a refugiarme en los brazos de mi mamá. Pero superé todo y hoy me considero una mujer que puede aguantar todo. Fuerte como una roca. La fe es lo que me ha mantenido de pie para esperar ese día y decirle a mi madre: lo logré. Aquí están mis hijos, he cumplido mis sueños. Soy una escritora”.
Fuente: DC|Panorama