En La Caucana todos son supervivientes; así lo dicen porque superaron la violencia de distintos grupos armados ilegales que en las dos décadas anteriores dejó un reguero de muertos en el Bajo Cauca, una próspera región del noroeste de Colombia.
Hoy en La Caucana, un corregimiento de Tarazá, municipio del departamento de Antioquia bañado por las aguas del río Cauca, sus cerca de 5.000 habitantes tratan de llevar una vida normal, lo más lejos del conflicto que vive el país y que en esta zona, como en muchas otras, tuvo como combustible al narcotráfico.
«Todos tuvimos familiares, vecinos o compañeros de trabajo muertos o huidos», dice a Efe Jaime Enrique Jaimes, un líder comunitario que participa en un proyecto de reconstrucción del tejido social mediante el cultivo del cacao con financiación estatal y de la agencia para el desarrollo internacional de Estados Unidos (USAID) por medio de la ONG Colombia Responde.
La Caucana, por su posición geográfica, es un corredor estratégico que une la zona del Nudo de Paramillo con la del Urabá, en el mar Caribe, y por eso en la segunda mitad de la década del 90 y la primera del 2000 se convirtió en el principal centro de acopio de la hoja de coca producida en los pueblos del Bajo Cauca.
Esa situación trajo riqueza pero también desgracias que sus habitantes relatan con la naturalidad de quien está acostumbrado a la violencia de grupos guerrilleros, paramilitares y bandas criminales.
«Ellos (los paramilitares) tenían una camioneta roja llamada ‘camino al cielo’ y cuando uno veía que subían a alguien amarrado en en ella sabía que esa persona ya no volvería», cuenta Eustasio Guzmán un joven campesino.
Esta región fue históricamente dominada por la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), pero a comienzos de los 90 llegaron los paramilitares del Bloque Mineros de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y con ellos los cultivos de coca.
El jefe del Bloque Mineros era Ramiro Vanoy, alias «Cuco Vanoy», que fue extraditado a Estados Unidos, donde paga una pena de 24 años por narcotráfico y que en Colombia fue condenado por más de 5.500 delitos por la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín.
Los paramilitares, que manejaban el comercio de la hoja de coca en la zona, controlaban también el caserío, mientras las FARC, desde las montañas que rodean La Caucana, atacaban a los rivales y a quienes eran sospechosos de colaborar con ellos, aprovechando la ausencia total del Estado.
«Uno tenía que saber sobrevivir, y eso era caminar derechito (sin apoyar a unos u otros). De esa gente poquitos contamos la historia», añade Guzmán.
Nadie sabe decir cuántos muertos hubo en La Caucana y sus alrededores entre 1996 y 2004, los años de la bonanza de la coca, que fueron también los de mayor violencia en la región, pero coinciden en que fue «mucha gente».
Una historia espeluznante la cuenta José Fernando Gómez, que como muchos de la zona se dedicó a la coca en una época en que todos hacían lo mismo, pero como «químico» en «laboratorios» de procesamiento de la hoja para convertirla en pasta base de coca.
Según Gómez, un hombre que trabajó como sepulturero de los paramilitares le contó una vez que en la zona montañosa entre La Caucana y El Guáimaro, un caserío vecino, había enterrado en diferentes fosas a 132 víctimas de ese grupo armado.
«Cuando se desmovilizaron (en 2006) sacaron a la mayoría de esos restos y los quemaron para no dejar rastro. Luego mataron a tres de los que habían hecho ese trabajo», dice.
En esa época los grupos armados no solo mataban sino que también ejercían como «autoridad» local.
«Esto era caliente», afirma Jaimes, y mientras señala la casa donde hoy funciona el puesto de salud del caserío dice: «Allí al frente, donde está esa cerca, amarraban a la gente durante horas como castigo por cualquier pelea de vecinos».
Pese a que en los últimos años la situación ha cambiado y a que el Gobierno instaló un puesto policial en la plaza, todavía no se puede llegar a La Caucana sin la compañía de una autoridad o de líderes de la comunidad.
El viaje, de unos 20 kilómetros por una carretera sin asfaltar y llena de zanjas, parte de Tarazá, y en el recorrido se pueden ver lo que sobró de los años de la bonanza de la coca, como las ruinas de una iglesia, una pista de aterrizaje y la casa de la hacienda «El 90», que según habitantes de la zona fue de un jefe paramilitar.
A los habitantes de La Caucana, El Guáimaro, La Primavera y otros caseríos de la región esa época no les dejó dinero sino tragedias, y por eso doña Ofelia, una campesina, concluye: «Ahora no hay plata pero vivimos en paz».
Fuente: DC|EFE